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  • El Salvador y la fundación de la Organización de las Naciones Unidas (I)

    El Salvador y la fundación de la Organización de las Naciones Unidas (I)

    El lunes 24 de julio de 1944, el Ministerio de Relaciones Exteriores de El Salvador le envió una nota al embajador estadounidense Walter Clarence Thurston (1894-1974). En ella le expresaba que “la opinión del Gobierno de El Salvador es la de que el Nuevo Orden que surja después de esta tremenda conflagración debe estar basado en la solidaridad e interdependencia de las Naciones todas, sin distinción de fuerza material ni territorial para lo cual será necesario extinguir todo espíritu imperialista, sea de orden político, económico y comercial, pues considera que sólo a base de respeto irrestricto a las soberanías, por débiles y raquíticas que sean, debe levantarse la futura estructura internacional. Opina, asimismo, el Gobierno de El Salvador, que tal estructura internacional debe asemejarse a la Sociedad de las Naciones, sin las deficiencias que ésta acusó en su existencia”.

    El Salvador perteneció durante casi 25 años (1923-1937) a la Sociedad de Naciones, surgida tras la Primera Guerra Mundial, conflicto global en el que la más pequeña de las repúblicas centroamericanas adoptó una posición neutral. El 7 de septiembre de 1929, en la localidad suiza de Ginebra, el abogado y diplomático salvadoreño Dr. José Gustavo Guerrero fue el encargado de colocar la piedra fundacional del Palacio de las Naciones, futura sede de ese organismo internacional que cinco años más tarde sufriría un sobresalto con el reconocimiento salvadoreño al Imperio de Manchukuo fundado por las tropas japonesas en Manchuria (China).

    El abogado y diplomático salvadoreño Dr. José Gustavo Guerrero en la colocación de la piedra fundacional del Palacio de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, 7 de septiembre de 1929.

    Aquella carta del gobierno salvadoreño al embajador Thurston obedecía a una consulta hecha por Estados Unidos respecto a los intereses salvadoreños en cuanto a lo que se esperaba como resultado de las conversaciones diplomáticas que Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y China desarrollarían entre agosto y octubre de 1944 en los jardines de Dumbarton Oaks, en la capital estadounidense, cuyos resultados formaron las bases para el la convocatoria y desarrollo de la Conferencia de Paz en el puerto californiano de San Francisco. En ese sentido, el gobierno salvadoreño presidido por el general Andrés Ignacio Menéndez le daba continuidad a lo fijado por la dictadura del brigadier Maximiliano Hernández Martínez, cuando en enero de 1942 se adhirió a los principios fijados en la Declaración de las Naciones Unidas. En ese momento, las Naciones Unidas eran sinónimos de las decenas de países aliados en contra del Eje Berlín-Roma-Tokio.

    Entre 1941 y 1943, el régimen martinista no dudaría en aceptar dos millonarios préstamos estadounidenses, orientados a la adquisición de nuevos armamentos y a la construcción del tramo nacional de la Carretera Interamericana o Panamericana, proyectada para que llegara desde Alaska hasta la Patagonia. Ambas iniciativas cumplían con los intereses de la defensa continental frente a los potenciales ataques del Eje y sus quintacolumnistas contra submarinos, barcos de guerra y mercantes e instalaciones estratégicas como el Canal de Panamá, aeropuertos, refinerías, puertos, etc.

    En la madrugada del viernes 20 de octubre de 1944, ocurrió algo en San Salvador que dejó a la República de El Salvador en suspenso internacional. Un día antes, los gobiernos aliados firmaron un tratado de paz con Italia, pero la república salvadoreña no envió delegado y no suscribió ese instrumento internacional, por lo que el estado de guerra decretado por la Asamblea Legislativa el 10 de diciembre de 1941 aún persiste en su sentido legal. En esa madrugada del 21, un golpe de estado encabezado por el coronel Osmín Aguirre y Salinas derrocó al gobierno provisional del general Menéndez. Estados Unidos retiró al embajador Thurston -llegado al cargo en enero de 1943- y se negó a reconocer a ese régimen de facto, que se mancharía de sangre con la masacre de estudiantes en Ahuachapán en diciembre.

    La situación de alejamiento de El Salvador de la esfera de las naciones aliadas concluyó el miércoles 21 de febrero de 1945, cuando el nuevo embajador estadounidense John Farr Simmons (1892-1968) le entregó sus cartas credenciales al coronel Aguirre y Salinas, en una ceremonia efectuada en el Salón de Honor de Casa Presidencial, en el barrio capitalino de San Jacinto. Aquel gesto no era un reconocimiento al gobierno golpista, sino a las elecciones presidenciales, en las que resultaron electos para la Presidencia y Vicepresidencia de la República el general Salvador Castaneda Castro y el médico Dr. Manuel Adriano Vilanova, ratificados en sus cargos mediante el decreto legislativo no. 2 del jueves 15 de febrero. Esos nuevos mandatarios tomaron posesión de sus cargos el primer día de marzo, con la aprobación estadounidense y el reconocimiento creciente de muchos países. Con la urgencia del caso, había que designar a las nuevas autoridades del gabinete y, además, atender una invitación hecha por el embajador Simmons.

    El presidente y general salvadoreño Salvador Castaneda Castro, con uno de sus caballos en la Casa Presidencial del barrio capitalino de San Jacinto.

    El viernes 2 y lunes 5 de marzo de 1945, sendos decretos del Poder Ejecutivo designaron al abogado Dr. Arturo Argüello Loucel como ministro de Relaciones Exteriores y al escritor y abogado Lic. Miguel Ángel Espino Najarro como subsecretario del ramo, con el veterano diplomático y jurisconsulto Dr. Vicente Reyes Arrieta Rossi como consultor del despacho y del Poder Ejecutivo en general. Una de las primeras acciones fue designar que los titulares, junto con el abogado Dr. Héctor Escobar Serrano, Carlos Adalberto Alfaro y Manuel Francisco Chavarría, fueran los delegados nacionales con plenos poderes en la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz reunida en la capital mexicana. El Lic. Espino Najarro sería removido de la Subsecretaría de Relaciones Exteriores a fines de ese mismo mes.

    Fotografía del abogado y diplomático salvadoreño Dr. Héctor Francisco David Castro Gomar, suministrada por el sistema de archivos y bibliotecas de la ONU, New York-Ginebra.

    El acuerdo del Poder Ejecutivo no. 52 del lunes 19 de marzo de 1945 designó al abogado y diplomático Dr. Héctor Francisco David Castro Gomar (San Salvador, 24/4/1894-San Salvador, 01/4/1973) como embajador extraordinario y enviado plenipotenciario de El Salvador en los Estados Unidos.  Con una experimentada hoja de trabajo en el servicio exterior salvadoreño, el Dr. Castro Gomar había renunciado a ese alto cargo el 6 de noviembre del año anterior, como una forma de silente protesta ante el golpe de estado liderado por el coronel Aguirre y Salinas.  Como una de sus primeras designaciones en el cargo, el acuerdo del Poder Ejecutivo no. 61 del 3 de abril le ordenó al Dr. Castro Gomar que se incorporara como representante salvadoreño en la junta del Comité de Jurisconsultos de las Naciones Unidas (entiéndase, países aliados) que iniciaría reuniones el 9 de ese mes en la capital estadounidense, para desarrollar un anteproyecto de Corte Internacional de Justicia para someterlo el 25 de ese mismo mes ante el pleno de la Conferencia Internacional en San Francisco.  En ese marco se produjo el fallecimiento de Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), 32º Presidente de los Estados Unidos de América y uno de los principales líderes de la lucha contra el Eje y sus quintacolumnistas en América Latina, que lo llevó a ordenar la intervención de bienes y la captura y concentración de alemanes, italianos y japoneses en campos de detención en el sur estadounidense, algo que el régimen martinista salvadoreño cumplió a cabalidad en febrero de 1942, como unas de sus primeras acciones como parte de las naciones aliadas contra el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán y el expansionismo japonés.

    Acuerdo del Poder Ejecutivo que nombró a la delegación salvadoreña a la Conferencia Internacional del puerto californiano de San Francisco.

    Ese mismo 3 de abril, el acuerdo ejecutivo no. 62 dio un paso trascendental al designar a la representación de El Salvador que debía asistir a la Conferencia Internacional en San Francisco. Como delegados con plenos poderes fueron designados los abogados Dr. Castro Gomar y José Antonio Quirós (San Miguel, 28/4/1888-San Miguel, 22/10/1969), así como al médico Carlos Leiva, un experto en tuberculosis y quien ya había fungido como ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de El Salvador en los Estados Unidos a fines de la década de 1920 e inicios de la siguiente.

    Como asistentes de esa delegación fueron nombrados José Valle en su carácter de encargado de Prensa y José Francisco Mixco, Director General de Presupuesto del gobierno salvadoreño, a quien se le otorgó una licencia con goce de sueldo para que pudiera cumplir con esa designación, en la que delegaciones de 50 países se reunirían entre el miércoles 25 de abril y el histórico martes 26 de junio de 1945 para trazar las líneas del futuro planetario cuando finalizaran los recios combates en los teatros de operaciones de los frentes europeo, africano y surasiático de la Segunda Guerra Mundial.

    Para entonces, el gobierno del general Castaneda Castro ya había aceptado la renuncia interpuesta en octubre de 1944 por el coronel José Arturo Castellanos como cónsul general salvadoreño en Ginebra. Durante dos años y sin darle mayor información a los sucesivos gobiernos de Hernández Martínez y Menéndez, ese militar y diplomático había conducido una operación para suministrar unos inventados certificados salvadoreños nacimiento a más de 50,000 personas perseguidas en diversas partes de la Europa ocupada por los nazis, cientos de las cuales acabaron sus vidas en campos de detención y exterminio. Algunos de esos documentos salvadores llegaron tan lejos como Macao, una antigua posesión portuguesa en China. Ese tipo de gestos solidarios no sería olvidado a la hora de discutir el futuro del mundo en San Francisco, donde el derecho internacional humanitario tendría mucho que decir tras los exterminios masivos de carácter genocida, los bombardeos indiscriminados contra población civil y otros crímenes violatorios de los Tratados de Ginebra para la humanización de las guerras.

    (Continuará)

     

     

  • El salvadoreño que presenció el fin de la Segunda Guerra Mundial

    El salvadoreño que presenció el fin de la Segunda Guerra Mundial

    Casi a la medianoche del martes 14 de agosto de 1945, un grupo de técnicos de la radioemisora oficial japonesa NHK llegó a un búnker en el Palacio Imperial, tras sortear los múltiples obstáculos y escombros dejados por los masivos bombardeos aliados sobre Tokio. El emperador Shōwa (nombre oficial de Su Majestad Hirohito) les destinó cinco minutos para grabar. Hizo dos intentos, ambos con baja voz y con una versión culta del japonés, muy lejos de la lengua hablada por el pueblo llano. La grabación fonográfica de mala calidad fue emitida al día siguiente, en cadena nacional.

    Tras la destrucción y mortandad sembrada en Hiroshima y Nagasaki por las dos bombas atómicas del 6 y 9 de ese mes, el gobernante nipón no deseaba prolongar la recién declarada guerra contra la Unión Soviética, por lo que le comunicó a su pueblo que aceptaba los términos de la declaración conjunta alcanzada en Potsdam por Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Reino Unido y China. En la grabación de su breve discurso, el monarca del Trono del Crisantemo se cuidó de usar la palabra rendición. Su pueblo quedó confundido, pero la realidad era que había llegado el atardecer al poderoso Imperio del Sol Naciente y que la noche consecuente sería larga y difícil.

    La delegación japonesa se reúne para firmar el documento de rendición formal a bordo del acorazado USS Missouri de la Armada estadounidense en la bahía de Tokio, en una foto de archivo del 2 de septiembre de 1945.

    El acto formal de rendición se produjo en la mañana del domingo 2 de septiembre de 1945. Reunidos en la cubierta del USS Missouri, anclado en la bahía de Tokio, los representantes del gobierno y tropas del Japón procedieron a firmar su sometimiento ante los dirigentes militares de las fuerzas aliadas de ocupación. La ceremonia duró 23 minutos (entre las 09:00 y las 09:23 a. m., huso del Japón) y fue transmitida por radio, a la vez que fue grabada en cine para después difundirla en el mundo y archivada en los principales depósitos intelectuales de Estados Unidos. Se firmaron seis copias del documento oficial, donde el vencido imperio nipón aceptaba las cláusulas impuestas por Estados Unidos, URSS, Reino Unido, China, Francia, Canadá, Holanda, Nueva Zelanda y Australia.

    Puesto en formación sobre la cubierta de su buque del servicio de ingenieros de los Estados Unidos se encontraba el marino salvadoreño Juan Armando Canales Espinoza. Ese compatriota fue uno de los más de 400 salvadoreños que se enlistaron en las fuerzas militares de las naciones aliadas en contra del Eje Berlín-Roma-Tokio y también fue uno de los miles de soldados que, bajo el rigor militar, aquel 2 de septiembre de 1945 presenciaron la firma de la rendición japonesa. Esa noche, el cielo tokiota se iluminó con fuegos artificiales, lanzados desde las naves ancladas Armando Canpara festejar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Se cerraba así el frente del Pacífico sur y se iniciaba la reconstrucción del Imperio del Sol Naciente. La autoridad suprema del emperador Shōwa jamás fue cuestionada por las potencias vencedoras.

    El marino salvadoreño Juan Armando Canales Espinoza sirvió en la Marina de EEUU en la Segunda Guerra Mundial.

    Nacido en la entonces ciudad de Nueva San Salvador o Santa Tecla, departamento de La Libertad, en 1921, Canales Espinoza fue hijo de Medardo Fuentes Canales (Suchitoto, 1897-¿?). Tras ingresar por la frontera terrestre de Laredo (Texas), el 30 de octubre de 1943, se dirigió a San Francisco (California), donde se enlistó en el Cuerpo de Ingenieros de la U. S. Navy. Tras el entrenamiento de rigor, sus labores consistieron no solo en combatir para defenderse de los ataques nipones en los diferentes escenarios de guerra en los que intervino (en especial, en el archipiélago de las Filipinas), sino que también tuvo que construir pontones o puentes provisionales para facilitar el avance de la artillería e infantería aliadas.

    Llegado al Japón durante la segunda quincena de agosto de 1945, Canales Espinoza se dio cuenta de la dureza de los primeros momentos de la posguerra. El otoño estaba a las puertas y todo presagiaba que sería un invierno muy crudo para aquel pueblo devastado y donde campeaban los jinetes apocalípticos. Por eso, durante sus meses de permanencia dentro de las tropas de ocupación, buscó proporcionar comida y cigarrillos a quienes se los pidieron, los que tomaba de sus propios recursos personales, proporcionados para su sustento por el ejército estadounidense. Aquellos bienes de consumo se usaban en las ciudades japonesas para cambiarlos por otros, como comida y otros materiales de primera necesidad. Para su colección personal, aceptó que le dieran billetes de diferentes denominaciones de Filipinas, Japón y otros territorios otrora ocupados por las tropas japonesas. Todo ese papel moneda era dinero sin valor alguno en los mercados, pues la severa inflación lo privó de sus valores de uso y cambio.

    El viernes 20 de noviembre de 2000 tuve ocasión de visitarlo en su casa familiar, en la urbe tecleña, a escasa media cuadra al oriente del Colegio Fátima, al lado de un pequeño hospital privado. Al contarle de mi interés por los salvadoreños que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial, se mostró muy entusiasmado de platicar y mostrarme sus recuerdos. La que no tenía buen semblante era su esposa Marta Escobar de Canales. Ella no se sentía cómoda con que él me contara algunas “anécdotas” que su esposo había tenido durante aquellos lejanos días de su presencia en el Japón de la posguerra.

    Resultaba curioso ver el cuidado con el que el marino Canales Espinoza había conservado las fotos donde aparecía con sus compañeros de andanzas en el Pacífico sur, páginas en las que también había pegado los billetes que coleccionó y más de alguna foto de esas féminas con las que había bailado y que tanto molestaban a su esposa salvadoreña varias décadas después.

    Canales Espinoza no se consideraba un héroe, sino un mero espectador de una guerra en la que entró bajo la idea de que defendía la libertad en contra de uno de los más grandes totalitarismos mundiales. Me contó que nunca pensó en que podría morir en alguna de aquellas batallas y que se limitó a desarrollar su trabajo al servicio de la ingeniería militar de los Estados Unidos. Hablaba bajo y con voz pausada, pero con dominio de los detalles. Sus ojos destellaban al vagar por sus recuerdos. Incluso me habló de otro marino salvadoreño, Arturo Novoa, con quien había tenido ocasión de encontrarse durante aquel tiempo de permanencia en la armada estadounidense.

    Cientos de salvadoreños se enlistaron para marchar a los teatros de operaciones en Europa, África y el Pacífico sur, así como en las operaciones de fabricación de material de guerra y mantenimiento de buques y submarinos en California y Panamá. Para los que se iban a los frentes de guerra, había un seguro de vida por 10,000 dólares o 25,000 colones, mientras que los que retornaban tenían el camino expedito para solicitar la residencia y nacionalidad estadounidense. Sin embargo, no fueron pocos los que decidieron mejor retornar a la patria salvadoreña, como fue el caso del soldado Canales Espinoza.

    Él y otros excombatientes que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam asistieron a la primera conmemoración del Día de los Veteranos, que se desarrolló en el interior de la fortificada Embajada de los Estados Unidos, en la mañana del lunes 12 de noviembre de 2001. Fue la última vez que lo vi. Falleció de un ataque fulminante al corazón, el domingo 23 de septiembre de 2007 y su cuerpo descansa en el cementerio privado Jardines del Recuerdo, al lado de su esposa, fenecida seis meses antes. La casa tecleña donde lo visité ahora es ocupada por un negocio.