Las celebraciones de revelación de género de los futuros bebés empezaron como un gesto íntimo que celebra las nuevas vidas, pero también han puesto en riesgo las vidas de muchas madres y sus bebés con dinámicas tan creativas como peligrosas que, por si fuera poco, perpetúan estigmas y responden a una obsesión social por etiquetar a los seres humanos incluso desde antes de nacer.
Así fue como la influencer venezolana Lele Pons, sobrina de Chayanne, protagonizó el pasado fin de semana un episodio que revela la cara poco encantadora de las populares revelacione: Durante la fiesta organizada para anunciar que espera una niña junto a su esposo, el cantante puertorriqueño Guaynaa, la artista de 28 años sufrió dos caídas al resbalar sobre la pintura rosa que usaron para «dar la noticia».
Aunque fue auxiliada de inmediato por su marido y aseguró luego «físicamente estoy muy bien, todo tranquilo», el susto encendió alarmas sobre los riesgos físicos y emocionales de estos eventos, que en su búsqueda por la espectacularidad y respondiendo a la presión social, terminan siendo verdaderas trampas disfrazadas de alegría.
«Emocionalmente no estoy bien», confesó Pons.«Las redes piensan que personas como yo no ven nada, y sí ven y han habido muchas buenas personas que me han mandado mensajes increíbles y no saben qué diferencia hacen esos tipos de mensajes», agregó después de la controversia por sus caídas. Agregó que tuvo que chequearse después del incidente para estar tranquila.
@valentinavelilla Lele pons se cae en la revelación de sexo @lelepons @guaynaa
La tendencia
El fenómeno de las fiestas de revelación de género no nació con malas intenciones. En 2008, la bloguera estadounidense Jenna Karvunidis ideó una pequeña celebración familiar en la que, al cortar un pastel de interior rosa, anunció el sexo de su primera hija tras superar varios abortos espontáneos. Subió las fotos a su blog personal, y desde allí, la tendencia explotó, alimentada por redes sociales e influencers ansiosos por nuevas formas de exposición.
Sin embargo, lo que era un gesto íntimo se transformó en una competencia de extravagancias que ha cruzado fronteras y clases sociales, tal y como se aprecia en múltiples videos virales, donde fuego, pintura, alturas, sogas, drones y hasta aviones han dado contenido para develar el sexo de los no nacidos, muchas veces con resultados accidentados.
Un problema social
Más allá del peligro físico, lo verdaderamente alarmante es el refuerzo de estereotipos que estas fiestas imponen desde el primer latido. Bajo una estética supuestamente inocente —azul para niño, rosa para niña— se instala en la psique familiar la expectativa rígida de cómo deberá ser ese futuro ser humano.
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Así se celebra un guion de vida prediseñado, ignorando la vasta diversidad de identidades que cada persona podría abrazar con el tiempo, tal como lo lamenta hoy la propia Karvunidis, por no saber en el pasado lo riesgoso de estas prácticas. La misma hija adolescente de la bloguera hoy se identifica plenamente como una persona no-binaria, lo que expone el problema de etiquetar antes de tiempo.
Las fiestas de revelación de género son, en última instancia, la cristalización moderna de una obsesión antigua: la necesidad de encasillar a las personas desde su origen. Al celebrar una condición únicamente biológica como el sexo fetal, se ignoran las posibilidades diversas de la identidad humana. Y en contextos como Latinoamérica, donde persisten visiones machistas sobre el rol de hombres y mujeres, estas fiestas no solo reproducen, sino que refuerzan, dinámicas sociales injustas desde la primera ecografía.
“Celebrar el sexo de un bebé antes de su nacimiento es un asunto engañoso, pues establece ciertas expectativas sobre quién debe ser ese niño. También da la desafortunada impresión de que lo más digno de celebrarse acerca de ese bebé es su sexo. Algunas veces eso simplemente está mal”, comentó la autora y activista transgénero Jennifer Finney Boylan para el periodico The New York Times en su articulo “¿Por qué se celebran fiestas para anunciar el sexo del bebé” en 2018.
No se trata de oponerse a la celebración de la vida. Se trata de preguntarnos qué estamos realmente celebrando. ¿La existencia de un ser único e irrepetible, o nuestra necesidad de etiquetarlos bajo patrones que nos parecen simples? Porque cuando la fiesta termina y el confeti cae, lo que queda es una cadena invisible que muchos cargarán toda su vida, sin siquiera saber por qué.
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