La palabra que sale de nuestro ser: la literatura salvadoreña y su voz en el mundo

La literatura salvadoreña es más que un conjunto de libros: es una patria invisible donde vive la memoria del pueblo. En sus páginas se escucha el murmullo de la historia, los desafíos, las heridas, el dolor y también la esperanza que nos sostiene.

Leer a nuestros escritores es escucharnos a nosotros mismos, reconocernos en nuestras alegrías y sufrimientos, y descubrir que cada palabra escrita por un salvadoreño es una forma de vida, de fe y del caminar del pueblo.

Desde los primeros tiempos, Francisco Gavidia abrió el camino. Maestro, poeta, traductor y soñador, enseñó que la palabra puede elevar al hombre por encima de su miseria. Fue el primero en comprender que un país sin letras es un país sin alma. Su ejemplo fue semilla que germinó en otros escritores que, a su tiempo, dieron forma al espíritu nacional.

Después vino Salarrué, con su pluma tierna y profunda, que recogió el habla y el corazón del campesino. En sus Cuentos de barro se siente el olor de la tierra mojada y la voz sencilla del pueblo que nunca deja de soñar.

Alfredo Espino, reconocido por poetizar la realidad salvadoreña y sus paisajes, es considerado uno de los autores clásicos más leídos de la literatura centroamericana. Claudia Lars, poeta y educadora, fue una figura central de la literatura salvadoreña del siglo XX, caracterizada por una poesía lírica, romántica y de métrica refinada.

Luego, Roque Dalton, con su fuego y su rebeldía, transformó la poesía en un grito de justicia. Su verso no buscaba aplausos, sino despertar conciencias. Nos dejó una amplia producción literaria y múltiples reconocimientos internacionales, como el Premio Casa de las Américas en 1969.

David Escobar Galindo, con su palabra limpia y filosófica, nos recordó que la poesía también puede ser oración, y que escribir es una forma de reconciliación.

Manlio Argueta, con Un día en la vida, mostró la dignidad del campesino salvadoreño y la fuerza de las mujeres que, aun en medio del dolor, siguieron sembrando esperanza. Su novela llegó a cientos de países, traducida a doce idiomas.

Horacio Castellanos Moya, con su mirada aguda, retrató los desencantos del poder, el exilio y la ironía de nuestra historia. Traducido a quince idiomas, recibió, entre otros reconocimientos, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (2014).

Y en tiempos más recientes, Claudia Hernández ha llevado nuestra literatura a escenarios internacionales, hablando de la fragilidad humana y de los silencios que deja la violencia. Traducida a tres idiomas, fue ganadora del Premio Juan Rulfo en 1998 y del Premio Anna Seghers en 2004.

Cada uno de ellos, y muchos otros que hoy quedan en el tintero, con estilos distintos, ha sido una antorcha encendida. Gracias a ellos, El Salvador tiene un rostro en el mundo literario y un corazón que late en el idioma español.

Pero la literatura no pertenece solo a los escritores. Pertenece a quien la lee, a quien se deja tocar por una historia y vuelve a creer en el poder de la palabra. Leer a nuestros autores es un acto de amor a la patria; es reconocer que seguimos vivos en la memoria de sus páginas.

La Biblia dice: “La boca del justo habla sabiduría, y su lengua expresa justicia” (Salmos 37:30). Así también, el pueblo que ama las palabras sabias de sus escritores prospera, y aquel que las olvida, pierde su voz en el ruido del mundo.

Nuestra tarea es sencilla y grande a la vez: seguir leyendo, para seguir existiendo.

* Alfredo Caballero Pineda, es escritor y consultor empresarial. 

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