No ha faltado entre la gente que me quiere bien –la hay, aunque no lo crean– más de alguna que me haya cuestionado por qué evoco recurrentemente ciertos hechos transcurridos a lo largo de la historia, tanto de la nuestra como de las de otras tierras. Debo admitir que es una de mis manías cuando me lanzo a redactar mis atrevidas incursiones mediáticas; atrevidas, valga la aclaración, más por libres que por valientes. Pues bien, ese habitual ejercicio que me interesa recrear semanalmente responde a una enraizada y comprometida convicción: es algo necesario y sano, pues a partir de este podríamos intentar y quizás hasta lograríamos evitar tropezar una y otra vez con las mismas piedras. No se trata, claro está, de una ocurrencia mía. Para nada. Pero duele tanto caer repetidamente en las mismas aberraciones, que deberíamos tenerlo siempre presente. Y es que si su práctica fuese más extendida en El Salvador y el mundo, quizás “otro gallo nos cantaría”.
Pero no. Hay quienes no ven más allá de sus egoístas y cortoplacistas intereses. Así las cosas, por no conocer nuestro pasado o al descartarlo sin tener en cuenta sus lecciones, tendemos a regarla de manera irresponsable muy de vez en cuando. Es el caso lastimoso, por ejemplo, del ejercicio del poder autoritario y su sumisa aceptación por cierta parte de una población poco educada y lastimosamente por momentos abundante. Sin embargo, existe la otra cara de la moneda: el de las desafiantes expresiones de rebeldía popular organizada, a veces hasta armada, en pie de lucha dentro de tal escenario. También deberían estar presentes en nuestro imaginario, las altas facturas sociales que por esas vueltas de nuestro acontecer nacional hemos debido pagar. De ese devenir histórico tendríamos que rescatar, como algo meritorio y necesario, la defensa de la educación superior pública por ser parte esencial de la vigencia de los derechos humanos reconocidos para el beneficio de nuestras mayorías populares a partir de su desarrollo integral.
Pero en el contexto de la actual regresión política e institucional en el país después de tanto sufrir durante la preguerra, la guerra y la posguerra, lamentablemente vemos cómo la Universidad de El Salvador está siendo asfixiada por los enemigos de la inteligencia y el saber; son estos quienes pretenden sumirnos en la ignorancia ciega y el fanatismo idólatra. En ese marco, dentro de su seno emergieron dos de las figuras históricas más insignes y representativas de la lucha por la dignidad humana individual y colectiva; son parte del legado de nuestra alma mater y continúan más vigentes que nunca: su rector mártir y un ejemplar alumno de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales. Sus nombres: Félix Ulloa Morán y Herbert Anaya Sanabria. Su permanencia física en este mundo fue truncada hace 45 y 38 años respectivamente, casi en la misma fecha a finales de octubre; asimismo, los responsables de estos hechos criminales permanecen protegidos por la rancia impunidad estatal.
Para Herbert, la posibilidad cierta de su asesinato era algo que tenía bien presente; sabía que en algún momento llegaría de forma abrupta, producto de su opción consciente en favor del pueblo sufriente. “La preocupación de no seguir trabajando por la justicia ‒declaró este‒ es más fuerte que la posibilidad cierta de mi muerte; esta es sólo un instante, lo otro constituye la totalidad de mi vida”. Félix, el grande, de igual forma pensaba más en la existencia de nuestra máxima casa de estudios que en la propia. “La Universidad de El Salvador se niega a morir ‒proclamó este‒ y nosotros estamos aquí para que viva por siempre”.
Herbert y Félix, Félix y Herbert… Enormes seres, inolvidables ejemplos de vida plena, hijos predilectos de la sabia y guerrera diosa Minerva. ¿Renunciaremos a su legado de sapiencia, entrega y heroísmo así, sin más? ¿Podrá la mediocridad oficialista dominante hoy por hoy en nuestra tierra, imponerse sobre este par de protagonistas históricos y emblemáticos que deberían brillar por siempre con luz propia? Las “luces led” de unos corrientes “semiconductores” prepago, ¿terminarán ensombreciendo y hasta ocultando el esplendor de estos héroes reales que ni la muerte pudo matar?
Las respuestas a esas interrogantes existen. Solamente debemos buscarlas, pienso, en los vientos de octubre romerianos impregnados en el presente y para el futuro por la rebeldía de nuestro buen pastor, también mártir por la fe y contra la injusticia; rebeldía de la buena, que fuera santificada hace siete años por el papa Francisco y que acaba de ser ratificada por su sucesor en el trono pontificio. “¿Cuántos años pueden existir algunas personas ‒cantó Dylan‒ antes de que se les permita ser libres?”. Las respuesta están ahí…
