La justicia en tiempos de miedo

En toda sociedad que atraviesa momentos de convulsión o transformación, el sistema de justicia se convierte en el termómetro más fiel del equilibrio institucional. No hay instrumento más sensible que el Derecho cuando el poder y el miedo comienzan a caminar de la mano. La historia enseña que los pueblos pueden sobrevivir a crisis económicas, políticas o sociales, pero no a la erosión silenciosa de su legalidad. Y cuando la legalidad se debilita, también se diluye la capacidad del Estado para reconocer los errores y sanar las heridas que dejan los procesos injustos.

El Salvador vive una etapa decisiva. El deseo legítimo de seguridad ciudadana ha impulsado medidas extraordinarias que, en efecto, han reducido la criminalidad visible. Sin embargo, también han generado una tensión latente entre eficacia y legalidad, entre la necesidad de control y el deber de garantizar derechos. Este dilema no se resuelve con consignas ni con aplausos, sino con madurez jurídica. La grandeza de un Estado no radica en la severidad de sus castigos, sino en la firmeza con que protege las garantías que limitan el poder de castigar.

Esa grandeza se mide también por su capacidad de rectificar. Miles de salvadoreños fueron privados de libertad sin haber pertenecido jamás a estructuras criminales, sin prueba técnica, sin defensa efectiva. Son hombres y mujeres trabajadores, padres, hijos, hermanos, cuyas vidas quedaron suspendidas en el aire entre el estigma y el silencio. Solo quien ha llorado por un ser querido injustamente preso entiende que la justicia tardía no consuela: duele. El Derecho penal moderno no es un instrumento de revancha, sino un sistema racional que pretende contener la violencia mediante la razón.

Su legitimidad no depende de cuántos encarcelamientos produce, sino de cuánta confianza genera en el ciudadano. El poder punitivo es un bisturí, no un martillo: debe aplicarse con precisión, no con furia. El bisturí representa la administración del castigo bajo la lógica del diagnóstico, la proporcionalidad y la técnica jurídica; el martillo, en cambio, simboliza la violencia institucional desprovista de discernimiento. El bisturí corta lo necesario para sanar; el martillo destruye incluso lo que está sano. Un Estado que usa el bisturí del Derecho actúa con control, evalúa consecuencias, calibra la medida del daño y de la pena; un Estado que usa el martillo confunde justicia con venganza, y poder con impunidad.

El bisturí respeta la anatomía del Estado de Derecho; el martillo la fractura. Por ello, el poder punitivo no puede ser emocional ni masivo: debe ser racional, proporcional y humano. Su precisión no lo debilita, lo legitima. Porque cuando el castigo se ejerce sin método, deja de ser justicia y se convierte en una forma sofisticada de violencia estatal. La grandeza del Derecho radica en saber cuándo cortar, cuánto cortar y, sobre todo, cuándo detener la mano antes de dañar lo que aún puede sanar. Y una sociedad solo puede sanar sus heridas cuando libera al inocente, cuando repara al injustamente privado de libertad y devuelve el nombre, el trabajo y la honra a quienes nunca debieron estar tras las rejas.

El reto salvadoreño es mayúsculo: mantener la eficacia del control delictivo sin degradar los principios del debido proceso. En palabras sencillas, no se trata de liberar culpables, sino de no encarcelar inocentes. Porque un sistema que ignora las reglas para alcanzar resultados inmediatos puede ganar batallas, pero pierde legitimidad. La legalidad es lo único que da al castigo su carácter moralmente aceptable. Por ello, se vuelve indispensable crear una vía institucional de revisión, seria y humanitaria, que permita examinar con rigor los miles de expedientes en los que la detención se produjo con vicios procesales.

No para debilitar la política de seguridad, sino para purificarla y devolverle su credibilidad. En el ámbito judicial, los desafíos son más profundos. El juez no puede convertirse en un ejecutor automático de decisiones de poder. Su función no es aplaudir la autoridad, sino someterla al examen de la razón jurídica. La independencia judicial no se mide por la retórica institucional, sino por la capacidad de decidir conforme a derecho, incluso cuando la verdad jurídica incomoda al contexto político. La imparcialidad no es heroísmo; es deber técnico de los que juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución.

Y dentro de ese deber técnico debe incluirse la revisión de las resoluciones que afectaron a personas sin vínculo real con las pandillas, permitiendo su pronta excarcelación sin temor ni presión mediática. Por su parte, el abogado tiene la misión de ser la voz del equilibrio. Defender el procedimiento no equivale a obstaculizar la justicia; significa preservar el único marco que la hace posible. Cuando el jurista calla ante la arbitrariedad, contribuye a normalizarla. El miedo a perder un cargo, una relación o una aprobación social ha sido, históricamente, más dañino que la corrupción misma. Las naciones no se derrumban por el abuso del poder, sino por el silencio ante los abusos.

Por ello, se debe crear una Comisión Nacional de Revisión de Casos, apolítica y humanitaria: integrada por jueces honorarios, académicos, representantes de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, el Ministerio Público, y organizaciones sociales, que evalúe expedientes, escuche a las familias y recomiende liberaciones conforme a parámetros objetivos y verificables. El derecho procesal es la forma visible de la civilización. Cada audiencia, cada defensa y cada sentencia son expresiones de un pacto que sostiene a la república: Si ese pacto se debilita, la ley se convierte en retórica, y la justicia, en un discurso vacío.

Por eso, el procedimiento no es una formalidad: es la frontera moral entre el Estado y la arbitrariedad. Esa frontera debe permitir un proceso ágil de revisión judicial especial para detenidos sin acusación firme o con sobreseimientos omitidos, en el que la libertad no se vea como un favor, sino como una restitución de derechos. Hablar de justicia en tiempos de miedo no es un acto de desafío, sino de fidelidad. El miedo ha sido siempre el peor enemigo del Estado de Derecho, porque distorsiona la percepción del deber. Hace que la prudencia se confunda con cobardía, y que el silencio parezca sabiduría.

El Salvador necesita un modelo de justicia que combine firmeza y humanidad. La seguridad no debe construirse sobre la erosión del derecho, sino sobre su perfeccionamiento. No hay contradicción entre castigar y respetar, entre proteger y garantizar. Al contrario, es en la fidelidad a las reglas donde el Estado demuestra su verdadera fortaleza. La autoridad no se mide por el miedo que infunde, sino por la confianza que inspira. Esa confianza crecerá cuando el Estado reconozca, revise y libere a los inocentes, y demuestre que la fuerza de la justicia no está en la dureza, sino en su capacidad de rectificar.

La justicia que humilla pierde su sentido ético; la que corrige y restituye eleva la dignidad humana. La seguridad duradera nace del equilibrio, no de la venganza. Por eso, la Comisión Nacional de Revisión de Casos se erigiría como un acto de madurez jurídica: no para debilitar al Estado, sino para purificar su justicia, reparar lo irreparable y evitar que el dolor de los inocentes se herede a las próximas generaciones. El desafío de nuestro tiempo es mantener viva la conciencia jurídica en medio del ruido, la pasión y la presión. Recordar que la función del derecho no es castigar al débil ni proteger al fuerte, sino garantizar que todos —gobernantes y gobernados— sean medidos con la misma vara.

Solo así El Salvador podrá mirar hacia adelante, con seguridad y con honor, sin renunciar al rostro humano que toda república debe conservar: el de una justicia que no teme al poder, porque sabe que su poder verdadero es la razón. “El juicio será sin misericordia para el que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio». (Santiago 2:13)