Hay países que fabrican autos eléctricos, otros lanzan satélites, algunos descubren vacunas… y luego está El Salvador, campeón mundial en comunicación espontánea, improvisación social y chisme comunitario de alta velocidad. Somos el único país donde una noticia puede morir antes de confirmarse, pero resucita tres veces gracias a los grupos de WhatsApp. Aquí no necesitamos agencias de inteligencia: basta una señora con tiempo libre y saldo en su teléfono. El salvadoreño no se informa: se emociona informándose. El rumor es nuestro deporte nacional; la verificación, una pérdida de tiempo.
Somos el Silicon Valley de la especulación, la capital del “me contaron”. Mientras otros países estudian inteligencia artificial, nosotros seguimos perfeccionando la inteligencia vecinal. En El Salvador, el verdadero Parlamento no queda en San Salvador Centro, sino en el grupo familiar. Allí se debaten temas de Estado, se juzga a medio vecindario y se dictan sentencias con stickers y audios de tres minutos. Nadie sabe quién es la fuente, pero todos opinan. La cadena de información nacional funciona así: un rumor inicia con “no es por meter cizaña, pero…” y termina con “te lo digo porque te aprecio”.
Mientras tanto, los teléfonos son más importantes que los zapatos. Si se pierde la billetera, uno se lamenta; si se pierde el celular, se hace velorio. Somos una sociedad que no teme al Apocalipsis, pero sí al “sin señal”. El Wi-Fi es nuestro nuevo oxígeno, y las redes, nuestro confesor público. No hay noticiero que compita con Facebook: en la red se mezclan política, religión, drama y memes de Piolín. Es el único país donde una oración y una teoría conspirativa se reenvían con la misma fe. Nuestra juventud tiene talento, pero lo reparte en cuotas de treinta segundos.
Si los filósofos griegos reflexionaban sobre la verdad, el joven salvadoreño reflexiona sobre su mejor ángulo. En lugar de escribir poemas, escriben estados. En lugar de buscar sentido, buscan seguidores. El conocimiento está a un clic, pero el dedo siempre se va hacia el video de gatitos. Sin embargo, sería injusto juzgarlos sin contexto. Son hijos de una era que les prometió que todo se puede, pero que pocas veces les explicó cómo. Viven en un país donde los sueños se enfrentan al salario mínimo y donde estudiar a veces cuesta más que creer. Entre la falta de oportunidades y el exceso de distracciones, la juventud flota: conectada, pero sin rumbo.
Aun así, entre tanto ruido digital, hay destellos de genialidad. Jóvenes que emprenden, crean, enseñan y sueñan en medio del caos. Lo que necesitan no es más Wi-Fi, sino más propósito. Nadie puede negar que las telenovelas fueron nuestra primera escuela emocional. Nos enseñaron que el amor lo puede todo, que el malo se arrepiente y que la protagonista nunca muere… solo cambia de canal. Pero el problema es que aprendimos el guion, no la lección. Seguimos esperando que alguien llegue a salvarnos, que el destino cambie de capítulo o que el villano se arrepienta justo antes del final.
El Salvador vive su propia novela diaria: el amor a la patria, la traición política, el drama económico, la comedia de promesas y la tragedia de la pobreza. El guion se repite cada año, pero nosotros seguimos viendo la serie, fieles y resignados, porque —hay que admitirlo— tiene buenos efectos especiales y un reparto entrañable. La pobreza salvadoreña ya no solo vive en los cantones. Vive en el pensamiento de muchos que se acostumbraron a esperar, a depender, a resignarse. Hay quienes tienen acceso a internet, pero no a la lectura. Hay quienes pagan Netflix, pero no sus ahorros. El país no solo necesita más empleos, sino más visión.
Mientras los noticieros hablan de inflación, los verdaderos números preocupantes son otros: los jóvenes que dejaron de estudiar, los adultos que dejaron de soñar y los que cambiaron la esperanza por la queja. El salvadoreño es capaz de sobrevivir a cualquier crisis, pero a veces no sobrevive a su propia indiferencia. Pese a todo, este país tiene un genio escondido. Aquí se arregla un carro con un clip, se cocina con ingenio y se sobrevive con fe. Somos los reyes de la adaptación. Si el volcán erupciona, lo subimos a TikTok; si el político promete, lo convertimos en meme. Tenemos humor hasta en la catástrofe, lo cual no es malo: es señal de resistencia.
Pero el humor debería ser trampolín, no escondite. Reírnos de nuestros problemas es saludable; quedarnos solo riendo, peligroso. Porque mientras nos entretenemos con la broma, el tiempo sigue corriendo, y las generaciones futuras podrían heredar un país que aprendió a sobrevivir, pero nunca a progresar. El Salvador tiene un potencial descomunal disfrazado de ironía. Somos alegres por naturaleza, y esa alegría podría ser nuestra revolución pacífica. Pero hay que transformarla: pasar del chiste a la chispa, del meme al milagro.
Cuando logremos que el humor sea punto de partida y no punto final, el país dejará de ser un “reality show” tropical y se convertirá en una historia digna de contar. La tecnología no nos salvará, pero la conciencia sí. No necesitamos menos risas, sino más razones para reír de verdad. La Biblia dice en Proverbios 14:23: “En toda labor hay fruto; mas las vanas palabras de los labios empobrecen.” Quizá ahí está el secreto que tanto buscamos. Menos palabras vacías, más acciones verdaderas. Menos chismes, más obras. Menos tiempo mirando la pantalla, más tiempo mirando al prójimo.
Porque un país no cambia cuando deja de reír, sino cuando aprende a trabajar con alegría, a servir con amor y a soñar con propósito. El Señor Jesucristo enseñó que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). Si nuestras palabras son quejas, rumores o burlas, es porque nuestro corazón anda vacío. Pero si empezamos a hablar fe, esperanza y unidad, quizá el milagro que tanto esperamos no vendrá de arriba… sino desde dentro.
