El fallo del Juzgado de Paz de San Juan Opico, que ordenó la detención provisional de 13 miembros de la barra brava del Alianza Fútbol Club, vuelve a poner sobre la mesa un problema que se niega a desaparecer: la violencia en los estadios y sus alrededores. Lo ocurrido el pasado 25 de octubre no fue un simple “incidente futbolístico”; fue una muestra más de cómo la pasión mal entendida puede degenerar en barbarie.
El proceso judicial, aunque ha avanzado con rapidez, deja sensaciones encontradas. Por un lado, se valora que se haya buscado reparación económica para las víctimas de daños y lesiones, lo que evidencia una voluntad conciliadora dentro del marco legal. Sin embargo, la conciliación económica no borra el trasfondo social del problema. Pagar $2,500 por daños y $200 por lesiones no compensa la sensación de miedo, el trauma ni el deterioro de la convivencia que provoca cada episodio de violencia entre aficionados.
La violencia en el fútbol salvadoreño no nace en un día ni se limita a un grupo de fanáticos exaltados. Hay un entramado institucional y cultural que la alimenta: clubes que toleran conductas violentas, autoridades deportivas que reaccionan tarde, y un sistema de seguridad que suele actuar cuando ya es demasiado tarde. La pasión por un equipo no puede ser excusa para agredir ni destruir.
Las barras bravas —mal gestionadas, mal vigiladas y, a veces, alentadas por los propios clubes— se han convertido en un riesgo latente para los verdaderos aficionados, aquellos que van al estadio con sus familias. Si no se aborda el problema con una estrategia integral que incluya sanciones deportivas, educación en valores y vigilancia efectiva, seguiremos viendo titulares como este.
La decisión judicial de imponer detención provisional a los imputados masculinos y medidas sustitutivas a la única mujer, por razones de salud, demuestra un intento de equilibrio entre justicia y humanidad. Pero más allá del proceso penal, el país necesita que estos casos sirvan como lección colectiva: el deporte debe unir, no dividir; debe inspirar, no sembrar miedo.
Mientras el fútbol siga siendo un escenario de confrontación violenta, seguiremos perdiendo más que partidos: estaremos perdiendo la esencia misma del deporte y la oportunidad de construir una cultura de paz en nuestras canchas.
