La peligrosa normalización de la ebriedad al volante

Los últimos datos del Observatorio Nacional de Seguridad Vial deberían causar una profunda alarma en El Salvador. Aunque las autoridades reportan una ligera reducción del 6 % en detenciones por conducción peligrosa respecto al mismo periodo de 2024, el hecho de que casi 1,900 personas hayan sido arrestadas por manejar en estado de ebriedad en menos de once meses revela un problema mucho más grave: en El Salvador, aún no hemos logrado comprender que el alcohol al volante no es un descuido, sino un acto de violencia potencial.

La cifra de “seis detenidos diarios” no es un número frío; cada uno es un riesgo concreto de tragedia. Y los casos recientes lo ilustran con dolorosa claridad. Conductores con 220, 223, incluso 358 grados de alcohol provocando accidentes, lesionados, destrucción y miedo en carreteras que deberían ser un espacio seguro para miles de salvadoreños. Es inaceptable que vidas enteras queden marcadas —o arrebatadas— por decisiones irresponsables que son completamente evitables.

La reforma a la Ley de Transporte Terrestre, que prohíbe cualquier nivel de alcohol en la conducción, avanza en la dirección correcta. La tolerancia cero no es extremismo; es una respuesta necesaria ante una cultura que por demasiado tiempo ha minimizado el riesgo. Pero las leyes, por sí solas, no transforman conductas. Mientras como sociedad sigamos normalizando el “solo un par de tragos” antes de conducir, mientras la presión social premie el atrevimiento irresponsable y no la prudencia, las estadísticas seguirán llenándose de vidas truncadas.

También debemos reconocer el papel de las instituciones. La PNC, pese a sus esfuerzos, no puede ser el único muro de contención frente a miles de ciudadanos que se aventuran a manejar ebrios. Controles vehiculares, campañas de concientización y sanciones más visibles son herramientas necesarias, pero insuficientes si no hay un cambio cultural profundo.

No se trata de moralizar; se trata de proteger. Quien conduce ebrio no solo compromete su vida, sino la de cualquier persona que tenga la mala suerte de cruzarse en su camino. Ninguna fiesta, ningún impulso, ningún pretexto justifica poner en riesgo a inocentes.

Los datos muestran que la mayoría de los conductores detenidos son hombres, un patrón que invita a reflexionar sobre prácticas culturales arraigadas y masculinizadas en torno al consumo de alcohol y la conducción. Romper con estas narrativas es vital.

2025 aún no termina, pero ya podemos afirmar algo con absoluta claridad: mientras sigamos viendo la conducción peligrosa como un problema individual y no como un fenómeno social que exige responsabilidad colectiva, seguiremos lamentando vidas perdidas.

La solución no está solo en las patrullas ni en las leyes; está en cada uno de nosotros. En decidir no manejar si hemos bebido. En no permitir que otros lo hagan. En asumir que la seguridad vial es un compromiso compartido.

Porque, al final, ninguna estadística duele tanto como una silla vacía en casa.