Resiliencia demográfica en El Salvador: construir puentes entre generaciones antes de que se cierre la ventana del bono demográfico

El Salvador vive una transformación demográfica profunda que está redefiniendo el tamaño, la estructura y el futuro del país. La población prácticamente ha dejado de crecer, la fecundidad ha caído muy por debajo del nivel de reemplazo y las cohortes de niños y jóvenes se reducen con mayor rapidez de la prevista. Paralelamente, aumenta la proporción de adultos mayores y persiste un patrón migratorio que, durante más de medio siglo, ha reducido la base poblacional joven y ha consolidado redes transnacionales que sostienen buena parte del ingreso de los hogares. Esta nueva realidad demográfica plantea un desafío central: la necesidad de fortalecer la resiliencia del país frente a cambios profundos en su estructura por edades.

La resiliencia demográfica se refiere a la capacidad de una sociedad para anticipar, absorber y transformar los efectos de estas transiciones. Esa capacidad depende, sobre todo, de dos pilares que determinan cómo se distribuyen riesgos y oportunidades entre generaciones: la solidaridad de corto plazo y la cohesión social intergeneracional, que garantiza la sostenibilidad de los pactos sociales en el largo plazo.

En El Salvador, la solidaridad se manifiesta con especial claridad a través de las remesas, los subsidios públicos y la cooperación internacional. Entre estos mecanismos, las remesas constituyen el pilar más visible y estable. Durante décadas han funcionado como la principal fuente de apoyo económico entre generaciones, tanto dentro del territorio como entre familias separadas por la migración. Su peso en la economía ha crecido de manera sostenida: de representar menos del 5 por ciento del PIB en los años previos a la guerra, pasaron a promediar más del 11 por ciento tras los Acuerdos de Paz, superaron el 20 por ciento después de los terremotos de 2001 y alcanzaron casi el 25 por ciento en el período pospandemia. Este incremento revela que, conforme avanza la transición demográfica y se profundiza la emigración, las remesas se han convertido en un componente estructural del bienestar nacional.

A nivel de hogares, alrededor de una cuarta parte de las familias salvadoreñas recibe remesas. Este porcentaje aumenta en aquellos hogares donde viven niños, adolescentes o adultos mayores, lo que confirma que las remesas actúan como un mecanismo de solidaridad intergeneracional que compensa las cargas de cuidado y la insuficiencia de ingresos laborales. En ausencia de una cobertura amplia de seguridad social, las remesas funcionan como un seguro informal que permite cubrir necesidades básicas y absorber choques económicos. Sin embargo, esta dependencia también crea vulnerabilidad, pues expone al país a cambios en políticas migratorias o en las condiciones laborales de la diáspora, variables que escapan al control nacional.

Si la solidaridad atenúa las vulnerabilidades de corto plazo, la cohesión social intergeneracional determina la capacidad del país para sostener acuerdos justos entre edades en el tiempo. Aquí aparecen tensiones significativas. El primer indicador crítico es el acceso de la población económicamente activa a la seguridad social. Aunque ha habido avances claros, el país continúa con dos tercios de su fuerza laboral fuera del sistema. Este rezago implica que los riesgos asociados a enfermedad, vejez o pérdida de ingresos siguen recayendo casi exclusivamente en las familias, reproduciendo desigualdades entre quienes pueden cotizar y quienes se mantienen en la informalidad. Un pacto intergeneracional sólido requiere ampliar de manera sustantiva esta cobertura.

El segundo indicador es la carga tributaria. El Salvador ha alcanzado niveles históricos de recaudación, lo que abre una oportunidad para invertir de forma decidida en la niñez y la juventud. Este grupo etario, que se reduce con rapidez, constituye el núcleo de la resiliencia futura del país: serán menos, pero deberán sostener a una población mayor que envejece aceleradamente. La inversión en salud, educación y habilidades productivas no es un complemento, sino una condición indispensable para enfrentar el futuro con equidad y sostenibilidad. Pese a ello, la proporción del gasto público destinada a educación y salud ha tendido a disminuir durante los últimos 20 años, lo que revela una prioridad cada vez menor en estas áreas claves para el desarrollo humano.

El tercer elemento es el endeudamiento público, que ha crecido incluso en contextos de mayor recaudación. El problema no es la deuda en sí, sino su uso. Cuando los recursos no se destinan a inversiones estratégicas que aumentan la productividad o fortalecen el capital humano, se debilita la cohesión intergeneracional y se trasladan cargas injustas hacia las generaciones futuras. En un país que envejece rápidamente, la falta de orientación con visión de desarrollo en el gasto limita la capacidad de asegurar bienestar sostenido en el tiempo.

A pesar de estas tensiones, El Salvador aún se encuentra en una etapa favorable de su bono demográfico, caracterizada por una tasa de dependencia relativamente baja. Esta condición ofrece una ventana de oportunidad para fortalecer la productividad, ampliar la protección social y preparar al país para el envejecimiento acelerado que se avecina. Pero esta ventana se cerrará en los próximos 25 años, cuando la proporción de adultos mayores crezca más rápido que la de personas en edad productiva.

La experiencia internacional muestra que los países que han logrado convertir la transición demográfica en un motor de desarrollo han construido puentes sólidos entre generaciones: inversión prioritaria en la niñez y juventud, sistemas de cuidados que distribuyen responsabilidades de manera equitativa, estrategias fiscales sostenibles y una vinculación activa con sus diásporas. El Salvador necesita avanzar en esa dirección si quiere enfrentar su futuro demográfico con estabilidad y justicia.

La resiliencia demográfica no es un resultado automático; es una decisión colectiva. El país aún dispone de una oportunidad única para fortalecer la cohesión entre generaciones y transformar su transición demográfica en una plataforma de desarrollo inclusivo. Pero esa oportunidad, como la población joven, se reduce año tras año. Aprovecharla requiere visión, voluntad política y un pacto renovado que asegure que ninguna generación tenga que enfrentar sola los desafíos del futuro.

*William Pleites es director de FLACSO El Salvador