En los últimos meses he estado siguiendo los escandalosos eventos de corrupción del gobierno socialista de Pedro Sánchez en España. Sorprendido por la resiliencia de este señor, al mantenerse en el poder a toda costa, y la inmensa paciencia del pueblo español al aceptar con síntomas depresivos niveles tan altos de corrupción en sus gobernantes. Dos preguntas me han surgido durante este seguimiento, la primera: ¿previene la democracia la corrupción? Y la segunda; ¿Son los ciudadanos propensos a cambiar de voto si su partido es corrupto?
Según los entendidos, dependiendo de la consolidación del estado democrático, esta puede o no prevenir o combatir la corrupción. Estudios comparativos con datos de más de 150 países indican que, a mayor calidad democrática (derechos políticos, libertades civiles, controles institucionales), menores son los niveles promedio de corrupción percibida y de corrupción en el sector público. No toda democracia reduce la corrupción. Las “democracias electorales” con instituciones débiles, poca transparencia o captura de la justicia pueden convivir con altos niveles de corrupción.
En fases tempranas de apertura política, la combinación de nuevas oportunidades económicas, baja fiscalización y partidos débiles puede incluso incrementar prácticas corruptas antes de que las instituciones se consoliden. Para que la democracia ayude a prevenir o combatir la corrupción debe introducir mecanismos que elevan el costo de corromperse: elecciones competitivas, prensa libre, sociedad civil activa y separación de poderes. Cuando estos elementos están presentes, aumenta la probabilidad de detección y castigo, y se reduce el número de actores dispuestos a asumir el riesgo.
España, una democracia consolidada, presenta más corrupción política de la que “le correspondería” por su nivel institucional debido a debilidades especificas en controles, justicia y estructura económica heredada. “Si te pillan, no pasa nada” es la percepción ciudadana generalizada de la corrupción institucional y eso nos lleva a tratar de responder la segunda pregunta.
Análisis de más de 200 elecciones en decenas de democracias encuentran que, en países donde la corrupción de gobierno es muy visible, los legisladores tienen menos probabilidades de ser reelegidos. Esto sugiere que, como tendencia general, la corrupción reduce el apoyo a los gobiernos en funciones cuando la ciudadanía vincula claramente a los gobernantes con el problema. Sin embargo, la literatura también documenta que muchos votantes siguen apoyando a políticos corruptos, aunque conozcan o sospeches de actos de corrupción.
En Brasil, por ejemplo, experimentos de encuesta muestran que la identificación ideológica y de partido hace que algunos electores minimicen o reinterpreten la gravedad de la corrupción de los “suyos”. Su mismo presidente actual, Lula da Silva, fue declarado culpable de corrupción pasiva y lavado de dinero en 2017. Un poco más de un año estuvo privado de libertad, regresando triunfalmente a reelegirse como presidente de ese país.
Existen al menos tres mecanismos frecuentes de “perdón”. El primero se relaciona con si la población percibe que su accionar “trae obras, programas o beneficios”. Esto aumenta la posibilidad de volver a votarlo pese a conocer sus abusos. Otro mecanismo se relaciona con el costo-beneficio, o sea el ciudadano concluye que, aunque corrupto, su candidato preferido es mejor que la alternativa. El tercer mecanismo tiene que ver con la normalización de la corrupción en el país.
En contextos donde “todos son corruptos”, la corrupción deja de ser criterio decisivo y pesan más otros factores (clientelismo, identidad étnica, lealtad partidaria). Por ello es importante, para que la corrupción no quede impune, que se identifique claramente la responsabilidad en este accionar, así como la difusión de la información clara y específica sobre los responsables de estos actos de corrupción.
Es evidente que los estudios y experiencias nos demuestran que una democracia consolidada protege relativa e insuficientemente contra la corrupción institucional, y peor aun cuando nos encontramos con una democracia incipiente como es el caso de los países centroamericanos, con la excepción de Costa Rica por supuesto. También es evidente que en aquellos países y contextos donde la corrupción es tradicionalmente histórica y normalizada el riesgo de impunidad aumenta exponencialmente.
“Todos roban, pero al menos hacen más que los otros” es un argumento común en nuestros países. Lastimosamente, al parecer no heredamos la buena cocina de nuestros conquistadores y colonizadores, pero si su cultura de corrupción.
