Los datos del más reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo confirman una verdad que en El Salvador se vive a diario: las remesas familiares son un salvavidas económico para cientos de miles de hogares. Que al menos 369,617 salvadoreños hayan mejorado su condición económica gracias a estos ingresos no es un logro menor; es la evidencia de que el esfuerzo migrante sostiene buena parte de la estabilidad social del país.
Sin embargo, el mismo análisis obliga a matizar el entusiasmo. El hecho de que cerca del 90 % de la masa total de remesas llegue a hogares que no son pobres revela una paradoja incómoda: las remesas reducen la pobreza, sí, pero no siempre llegan a quienes más las necesitan. No porque exista mala intención, sino porque la migración —condición previa para enviar remesas— exige recursos que los hogares más pobres simplemente no tienen. Migrar cuesta, y esa barrera deja fuera a quienes viven en la pobreza extrema.
En El Salvador, más de 116 mil personas lograron salir de la pobreza extrema gracias a las remesas, y otras decenas de miles pasaron de pobreza relativa a no pobres. Son cifras contundentes que hablan del impacto directo en el consumo básico: alimentación, vivienda, salud y educación. Pero también evidencian una dependencia estructural peligrosa. Cuando las remesas representan el 27.3 % del PIB, como ocurre en el país, no solo son un “músculo económico”; se convierten en un pilar sin el cual la economía tambalea.
La dependencia tiene costos silenciosos. Las remesas alivian, pero no transforman por sí solas. No sustituyen políticas públicas sólidas de empleo, salarios dignos ni sistemas de protección social eficaces. Peor aún, pueden normalizar la idea de que el bienestar nacional descansa en la expulsión constante de su gente. Celebrar el impacto de las remesas sin cuestionar por qué tantas personas deben irse es una forma de resignación colectiva.
El propio estudio del BID subraya que algunos hogares siguen atrapados en la pobreza extrema porque los montos recibidos son insuficientes o deben repartirse entre muchos. Ahí está el límite del modelo: el dinero que llega del exterior amortigua la caída, pero no rompe el círculo de la desigualdad.
Las cifras del Banco Central de Reserva, que indican que más de 2.2 millones de salvadoreños han recibido remesas al menos una vez en 2025, confirman la magnitud del fenómeno. Pero también plantean una pregunta urgente: ¿qué pasaría si ese flujo se reduce por el endurecimiento de las políticas migratorias de la administración Trump u otros factores como crisis económicas o recesiones?
