El proceso electoral hondureño del 30 de noviembre se ha convertido en un espejo incómodo de las fragilidades institucionales que el país arrastra desde hace años. Las declaraciones de la presidenta del Consejo Nacional Electoral, Ana Paola Hall, no solo describen un proceso “con las mayores dificultades internas y externas” de la historia reciente, sino que confirman una realidad alarmante: la democracia hondureña sigue atrapada entre la desconfianza política, la presión partidaria y la debilidad del Estado de derecho.
Que las máximas autoridades electorales denuncien amenazas personales, hostigamientos y presiones políticas —señalando al oficialista Partido Libertad y Refundación del impresentable de Mel Zelaya— es un hecho grave. No se trata de un conflicto menor ni de un simple intercambio de acusaciones en redes sociales; es la evidencia de un clima en el que el árbitro electoral trabaja bajo intimidación, una condición incompatible con elecciones libres, transparentes y creíbles.
La paralización del escrutinio especial de casi 2.800 actas con inconsistencias agrava aún más la crisis. Tres semanas después de las votaciones, Honduras continúa sin resultados oficiales definitivos, mientras los datos preliminares mantienen una diferencia mínima entre el candidato del Partido Nacional, Nasry Asfura, y el aspirante del Partido Liberal, Salvador Nasralla. En tercer lugar aparece la candidata oficialista, Rixi Moncada, con un porcentaje considerablemente menor, pero suficiente para que su partido tenga incentivos políticos para retrasar o cuestionar el proceso.
Las denuncias de la consejera Cossette López sobre un presunto boicot en el Centro Logístico Electoral, así como su llamado a la intervención de las Fuerzas Armadas, revelan el nivel de deterioro institucional. Cuando la autoridad electoral se ve obligada a pedir apoyo militar para garantizar la continuidad del escrutinio, queda claro que la política ha rebasado los cauces democráticos.
Más allá de las responsabilidades individuales o partidarias, el problema de fondo es estructural. Los partidos políticos han colonizado el sistema electoral hasta convertirlo en un campo de batalla permanente, donde cada decisión técnica se interpreta como una maniobra política. En ese contexto, la ciudadanía —la verdadera dueña del voto— queda relegada a la incertidumbre y al desencanto.
Honduras no puede normalizar que los procesos electorales concluyan en crisis, retrasos y acusaciones cruzadas. La democracia no se defiende con discursos incendiarios ni con bloqueos deliberados, sino con respeto a la ley, a los plazos y a la voluntad popular. El CNE tiene la obligación de concluir el escrutinio y declarar resultados dentro del marco legal; los partidos, la responsabilidad histórica de acatarlos.
Lo que está en juego no es solo quién ocupará la presidencia, el Congreso o las alcaldías. Está en juego la confianza ciudadana en el voto como herramienta de cambio. Si esta se pierde, Honduras no solo habrá fallado en una elección, sino en su compromiso con la democracia misma.
