Para llegar a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), los militares debían atravesar los múltiples cordones de seguridad que se habían establecido desde el domingo 12 de noviembre de 1989 alrededor de la zona que comprendía al Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, la Colonia Militar y la Escuela Militar, todos vecinos a la UCA. El teniente Edgar Santiago Martínez Marroquín hizo las gestiones necesarias para que el operativo que se dirigía a la UCA ingresara por estos retenes.
Según el informe “De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador” elaborado por la Comisión de la Verdad creada por Naciones Unidas, los tenientes Yusshy René Mendoza Vallecillos, José Ricardo Espinoza Guerra y el subteniente Gonzalo Guevara Cerritos salieron de la Escuela Militar en dos camionetas con efectivos del Batallón Atlacatl y se dirigieron hacia el recinto de la UCA.
Entre los soldados, que según la declaración judicial del Teniente Mendoza Vallecillos eran alrededor de cuarenta, se contaban los subsargentos Tomás Zarpate y Antonio Ramiro Ávalos Vargas alias “Sapo” o “Satanás”, los soldados José o Jorge Alberto Sierra Ascencio, Óscar Mariano Amaya Grimaldi y el cabo Ángel Pérez Vásquez.
Al mando de la operación estaba el teniente Espinoza Guerra, por orden del coronel Guillermo Alfredo Benavides Moreno. Espinoza Guerra era exalumno del colegio Externado de San José, de la época en la que Segundo Montes, uno de los objetivos, era el rector.
Al llegar a unos edificios de apartamentos ubicados al poniente de la UCA, en aquel momento abandonados, el teniente Espinoza Guerra, que participó de la operación con el rostro cubierto con camuflaje, reunió a sus comandantes de patrulla y les indicó por dónde debían ingresar a la universidad. El teniente Mendoza Vallecillo se quedó atrás porque no conocía el terreno.
El contingente se dirigió hacia la entrada peatonal de la universidad, al final de la Calle del Cantábrico. En ese momento, según el Manual para guías del Centro Monseñor Romero (CMR), pasó sobre el campus un avión a baja altura, que despertó a varios vecinos. Según el testimonio de estos, en el parqueo de la entrada peatonal los soldados fingieron un primer ataque, disparando contra los vehículos estacionados.
Los efectivos se dispersaron por todo el campus, organizándose en tres anillos concentrados alrededor del CMR. Algunos de ellos subieron a los tejados de las casas vecinas. También se instalaron francotiradores en la Torre Democracia, hoy Torre Cuscatlán, ubicada a las afueras del recinto universitario.
Rodeada la residencia de los jesuitas, los soldados comenzaron a golpear las puertas. Simultáneamente, penetraron en la planta baja del edificio del Centro Monseñor Romero y destruyeron y quemaron lo que encontraron.
Los que rodearon la casa de los jesuitas les gritaron que abrieran las puertas. El soldado Oscar Amaya atestiguó a la Comisión de la verdad que les gritó: «A ver a qué hora salen de ahí. Según ustedes tengo tiempo para estarlos esperando», y que vio a una persona parada frente a la hamaca que colgaba en el corredor. Era Ignacio Ellacuría, quien le dijo: «Espérense, ya voy a ir a abrirles, pero no estén haciendo ese desorden».
EI subsargento Antonio Ramiro Ávalos Vargas, declaró que después de diez minutos de estar golpeando puertas y ventanas, “un señor chele que vestía pijama (Ellacuría), les dijo que no continuaran golpeando las puertas y ventanas porque ellos estaban conscientes de lo que les sucedería”.
Ya estaban allí Amando López, Ellacuría, Martín-Baró y Juan Ramón Moreno. El P. Martín-Baró fue con un soldado a abrir la puerta que comunica la residencia con la capilla Jesucristo Liberador. Ahí fue donde la testigo Lucía Cerna vio a cinco soldados y donde probablemente Martín-Baró le dijo a uno de ellos: «Esto es una injusticia. Ustedes son carroña”.
Al ingresar, los soldados obligaron a tenderse en el césped del jardín interno a Martín-Baró, Ramón Moreno, Ellacuría y Amando López. Joaquín López y López, al advertir la presencia de los soldados, se escondió en uno de los cuartos de la residencia. Por primera vez, Joaquín López se escondía de la realidad. Durante toda su vida, había preferido verla de frente.

Joaquín López y López convirtió la fe en escuela
Joaquín López y López fue el único mártir jesuita de nacionalidad salvadoreña. Nació en Chalchuapa, Santa Ana, el 16 de agosto de 1989. Hizo el noviciado jesuita en El Paso, Texas, Estados Unidos. En 1952 fue ordenado sacerdote en Oña, España y estudió hasta 1955 en la Universidad de Comillas.
Al terminar sus estudios en España, sus superiores lo destinaron al colegio Externado de San José, donde impulsó la construcción de la capilla del colegio.
En 1964, López y López se involucró en la campaña que logró que la Asamblea Legislativa aprobara la ley de universidades privadas que permitió la inauguración de la UCA. Sin embargo, no trabajó mucho tiempo en la universidad, pues estaba interesado en la educación de las clases populares.
En 1969, con el financiamiento de un grupo de mujeres y un préstamo bancario fundó Fe y Alegría, inaugurando tres escuelas primarias: una en Acajutla, otra en la colonia Morazán y otra en San Miguel.
La actual encargada de comunicaciones de Fe y Alegría, Marcela Aguilar, explicó a Diario El Mundo que el sacerdote «vio la necesidad de poder apoyar a ciertos segmentos de la población que carecían de recursos económicos, que vivían en estado de vulnerabilidad».
“Él (López y López) era un hombre de acción y empatía. Era muy humilde, vivía con lo necesario. Siempre era ver cómo se podía hacer para apoyar a los demás.. Su compromiso con la justicia lo llevó a crear una red de apoyo, iniciando con eventos como la muy conocida rifa de Fe y Alegría».
Marcela Aguilar, comunicadora de Fe y Alegría
Hoy, la organización trabaja en tres áreas clave: la Educación Popular, que abarca la formación continua y el refuerzo escolar; la línea de Medios de Vida, que se centra en la empleabilidad y la formación técnica, ofreciendo cursos desde panadería hasta electricidad; y la cultura de paz y comunidad, que fomenta la atención psicosocial y el desarrollo de líderes. El objetivo, dice Marcela, es que las personas «aspiren a un futuro mejor» y eviten «ciertos patrones culturales o sociales» negativos.
Con 18 centros educativos y cinco de formación profesional, Fe y Alegría tiene una cobertura nacional. Su presencia es fuerte en las zonas central, paracentral y oriental del país, como San Salvador, Santa Ana y San Miguel.

El legado de Joaquín López y López se mantiene vivo a través del contacto directo con las comunidades. «Ese contacto nos permite saber que nuestros programas están llegando a satisfacer una necesidad», afirma Aguilar. Este trabajo, más que ofrecer educación, «crea comunidades, crea personas, transforma vidas».
Fiel a su lema «Más allá del asfalto», Fe y Alegría continúa su misión de llevar educación de calidad a los más vulnerables, demostrando que «la educación está en todos los ámbitos de la vida, nunca dejamos de aprender», añadió Aguilar al referirse a cómo la institución preserva el legado de López y López.
Esta herencia inició la noche del 16 de noviembre de 1989, cuando el sacerdote jesuita fue asesinado en la residencia del Centro Monseñor Romero de la UCA. Ahí acababa la vida de aquel hombre que también había nacido un 16, pero de agosto.

Amando López fue peregrino de la educación
Amando López nació en Burgos, España, el 6 de febrero de 1936. El 7 de septiembre de 1952, entró en el noviciado de la Compañía de Jesús de Orduña, donde estuvo un año. Después se trasladó al noviciado de Santa Tecla y posteriormente a Quito, Ecuador, donde estudió humanidades clásicas y filosofía.
De acuerdo con la biografía compartida por la UCA en su página web, interrumpió sus estudios para ser profesor de matemáticas e inspector del Colegio Centro América (CCA) de Granada, Nicaragua. Aunque después viajó a Alemania y luego a El Salvador, Amando regresaría en 1975 al CCA, que para esa fecha se había trasladado a Managua.
Su estancia previa le había dejado muchas amistades en Nicaragua y siempre quiso volver porque el país y su gente le atraían sobremanera. Para entonces el vecino país seguía sumido en la última fase de la dictadura somocista. Amando López refugió en el CCA a las familias más afectadas por los bombardeos y ataques de la Guardia Nacional, escondió a familiares de los profesores del colegio, de los jesuitas y de varios sandinistas amigos suyos. Colaboró constantemente con la Cruz Roja sacando heridos de las zonas conflictivas.
En 1979, después del triunfo de la revolución sandinista, fue nombrado Rector de la Universidad Centroamericana de Managua y se mantuvo en el cargo hasta 1983.
Tal vez los recuerdos de esa Nicaragua revolucionaria invadieron a Amando López al inicio de la ofensiva “hasta el tope”, ejecutada por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en aquel noviembre de 1989. Desde 1984 residía en San Salvador definitivamente. En 1985 se mudó a la residencia de los jesuitas en el Centro Monseñor Romero. Aquella residencia fue testigo de su muerte, la noche del 16 de noviembre.
Esa residencia también presenció la muerte de Joaquín López y López, que seguía escondido en una habitación, esperando a que los militares se retiraran. Los soldados, lejos de retirarse, mantenían tirados boca abajo, sobre el césped del jardín interno a Amando, los Ignacios (Martín-Baró y Ellacuría) y a Segundo Montes. Se acercaba la hora de la masacre.
Lea nuestra siguiente entrega – Mártires del 16N: Los Ignacios demostraron que “no hay amigos más grandes que los que dan su vida por amor”.
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Lea la primera entrega – Mártires del 16N: Elba y Celina, las mujeres asesinadas por «Diosidencia» en la masacre de la UCA
Lea la segunda entrega: – Mártires del 16N: La memoria histórica y los derechos humanos del Dios crucificado
