2025: Entre orden, silencio y esperanza

En El Salvador no se termina un año: se sobrevive a él. Aquí el calendario no avanza, da brincos; el reloj no marca horas, marca acontecimientos; y el salvadoreño no pregunta “¿cómo te fue este año?”, sino “¿todavía estás vivo?”. Porque cerrar un año en este país es como bajarse de una montaña rusa sin cinturón: despeinado, confundido, agradecido de estar entero y con la firme sospecha de que el próximo viaje será igual… o peor, pero jamás aburrido. Este ha sido uno de esos años que no se cuentan en meses, sino en episodios. Un año donde el país parecía vivir en “modo intenso”

Donde cada semana traía tema nuevo y cada día parecía querer entrar a la historia nacional, aunque fuera por insistencia. Un año que dejó a algunos celebrando, a otros reflexionando, y a la mayoría simplemente tratando de llegar a diciembre con salud, empleo y sin haber discutido con medio país por redes sociales. Hay cosas buenas que no se pueden negar. La seguridad se ha convertido, para muchos, en el punto de partida de la vida cotidiana. No como consigna, sino como experiencia real. La percepción de mayor control ha devuelto al país algo que durante años parecía extraviado.

Es decir, la posibilidad de planificar la vida. Cuando una persona puede desplazarse, trabajar y regresar a casa con menor temor, recupera algo esencial: la confianza en el mañana. Y cuando hay confianza, suceden cosas extraordinariamente normales: la gente vuelve a hacer planes. A partir de ahí, el salvadoreño vuelve a pensar en estudiar, en emprender, en invertir y en abrir un negocio sin asumir —como dogma nacional no escrito— que cerrará antes de terminar de pagar el rótulo. Ya no se parte necesariamente de la idea de “esto no va a durar”, sino de “probemos”.

En un país donde durante años el miedo fue la variable dominante, este cambio no es pequeño; es profundo y se siente en la vida diaria. Esa misma sensación de orden también ha modificado la forma en que El Salvador se proyecta hacia afuera. Hoy el país aparece en conversaciones internacionales no solo como advertencia, sino como caso de estudio. Nos observan, nos analizan y nos discuten. A veces con aplausos, a veces con reservas, pero ya no con indiferencia. Eso no garantiza reconocimientos permanentes, pero sí obliga a elevar la conversación sobre quiénes somos, qué estamos construyendo y hacia dónde queremos ir.

Sin embargo, no todo avanza al mismo ritmo. La economía cotidiana sigue siendo el gran desafío. El dinero llega puntual, pero se va temprano. El salario hace su esfuerzo, pero el costo de la vida corre maratones. Ir al supermercado se ha convertido en una experiencia existencial: uno entra con lista y sale con preguntas profundas sobre la vida, el universo y en qué momento los productos básicos decidieron vivir en otra categoría. El salvadoreño no ahorra: administra con creatividad. Ajusta, prioriza y posterga con una habilidad que no se aprende en libros, sino en la vida.

La estabilidad social es importante, pero cuando no va acompañada de oportunidades económicas reales para la mayoría, genera una presión silenciosa que no se manifiesta en protestas estruendosas, sino en preocupación diaria. Y luego está lo que más duele, lo que incomoda y lo que se habla en voz baja. Hay un ambiente donde opinar se vuelve un ejercicio de cálculo. Donde se piensa una cosa, se dice otra y muchas veces se guarda silencio. No por falta de criterio, sino por prudencia. El salvadoreño, con memoria histórica, sabe que sobrevivir también implica saber cuándo hablar y cuándo observar.

En ese mismo espacio aparecen realidades que merecen ser tratadas con extrema sensibilidad. Por un lado, los despidos en el sector salud, que no solo alcanzaron a médicos, sino también a enfermeras y a otro personal sanitario, personas que durante años sostuvieron hospitales, clínicas y turnos imposibles, y que hoy se ven obligadas a rehacer su vida laboral, muchas veces sin notificaciones claras ni procesos humanos de transición. No se trata de juzgar decisiones administrativas, sino de recordar que detrás de cada uniforme hay una familia, una vocación y una historia de servicio.

Pero hay una herida aún más profunda para muchas familias: la de personas detenidas que aseguran no tener vínculo alguno con estructuras criminales, pero que fueron privadas de libertad por parecer sospechosas, por vivir en una zona estigmatizada, por tener tatuajes, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, o incluso —según relatan familiares— por llamadas malintencionadas de personas de mal corazón, que señalaron sin pruebas, con ligereza o por venganza personal. No se trata de negar la necesidad del Estado de actuar con firmeza frente al crimen, ni de desconocer el derecho de la sociedad a vivir segura.

Pero también es legítimo —y necesario— reconocer que existen casos donde la justicia tarda en escuchar, donde la presunción de inocencia parece diluirse y donde hogares enteros quedan suspendidos en la angustia, esperando que alguien revise con detenimiento, con humanidad y con verdad su caso. El Salvador conoce demasiado bien el valor de la libertad como para tratar estos casos como simples daños colaterales. Detrás de cada detenido injustamente hay madres que esperan, hijos que preguntan, esposas que resisten y familias que cargan el peso de una acusación que, en algunos casos, nunca debió formularse.

A pesar de todo, hay algo que no se ha perdido: la capacidad del salvadoreño para adaptarse y seguir adelante. Aquí la creatividad no es lujo, es supervivencia. Cuando no hay recursos, hay ideas. Cuando no hay certezas, hay iniciativa. El salvadoreño inventa, ajusta y continúa. Incluso el humor —usado con respeto— sigue siendo una válvula de escape, no para burlarse del dolor, sino para no ser vencido por él. El año que viene plantea un desafío claro: consolidar lo que funciona, corregir lo que duele y no normalizar aquello que hiere la dignidad humana.

La seguridad debe sostenerse con legalidad y humanidad; la economía necesita incluir a más; y la justicia debe ser firme, pero también justa en el sentido más profundo de la palabra. Y aquí resulta inevitable recordar un principio bíblico que trasciende ideologías y coyunturas: “Él te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno; y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios.” (Miqueas 6:8) Justicia para sostener el orden, misericordia para no perder la humanidad y humildad para corregir cuando sea necesario.

Si El Salvador camina en ese equilibrio, el 2026 puede ser más que un cambio de número: puede ser un año de madurez colectiva. Que el nuevo año nos encuentre más conscientes, más humanos y más responsables unos con otros. Y con respeto, esperanza y fe, decimos: el Señor Jesucristo te bendiga en este nuevo año que viene.