No hablaré del luchador salvadoreño que se ganó el cariño de tanta gente, sobre todo durante la década de 1960, siendo protagonista insustituible del espectáculo que se montaba en la legendaria Arena Metropolitana los sábados por la noche. José María Velázquez era su nombre; fue conocido con ese alias y también como “La montaña tecleña”. Siendo niño y adolescente, este gladiador del encordelado guanaco atrapó mi atención; era un personaje corpulento muy querido por quienes, al igual que mis hermanos mayores y este servidor, nos rebuscábamos para ver por televisión dicho espectáculo: la “Lucha libre internacional”, narrada por “Miguelito” Álvarez. Pero no. Hoy recordaré a otro luchador incansable e insustituible en otros ámbitos, queridísimo por tanta gente, quien recién partió físicamente de este mundo: José María “Chema” Tojeira Pelayo, también grande.
Lo que había que decir de él como protagonista político, académico, religioso, defensor de la dignidad humana y más en nuestro país a lo largo de cuatro décadas, ya lo dijo de manera magistral Rodolfo Cardenal cuando en la misa de cuerpo presente pronunció una muy desafiante homilía el pasado martes 11 de septiembre. Pretender añadir algo es riesgoso, así que mejor reviso entre mi recuerdos y comparto en esta ocasión lo principal que de él me queda de lo acumulado a lo largo de más de 33 años transcurridos desde que tuve el privilegio de conocerlo.
Algo esencial de esa relación fue el trabajo desarrollado alrededor del caso de la masacre en la Universidad Centroamericano José Simeón Cañas(UCA), perpetrada el jueves 16 de noviembre de 1989por militares que obedecían órdenes superiores. Cuando llegué a trabajar a esta casa de estudios el lunes 6 de enero de 1992 y tomé posesión de la dirección del Instituto de Derechos Humanos de la misma –el IDHUCA– no lo conocí inmediatamente; ese día debí presentarme ante el que fuera mi jefe durante catorce años: el mencionado padre Cardenal, vicerrector de Proyección Social.
Con Chema tuve contacto posteriormente. Desde que llegué a ocupar el puesto de Segundo Montes, también jesuita, establecimos las prioridades institucionales que asumiríamos: apoyo a las comisiones encargadas de establecer la verdad sobre las atrocidades ocurridas en años anteriores y de depurar la Fuerza Armada, así como a acompañar los primeros pasos de las recién creadas Policía Nacional Civil y Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Pero con Chema, además, nos metimos de lleno a empujar el caso del asesinato de los seis sacerdotes jesuitas, Julia Elba Ramos y su hija Celina en el seno de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Así comenzamos a trabajar juntos.
Como su tocayo, el atleta, este jesuita nacido en la ciudad española de Vigo pero salvadoreño por opción y corazón también era alto pero no rechoncho. Impactaba, sin lugar a dudas, más por su personalidad que por su estatura; pero sobre todo por la alegría que transmitía y contagiaba incluso en situaciones peliagudas. A propósito, recuerdo que el martes 15 de septiembre de 1998 –durante la conmemoración oficial de la independencia centroamericana‒ el ministro de Seguridad Pública se lanzó contra el trabajo del IDHUCA; palabras más palabras menos, aseguró que queríamos destruir la corporación policial debido al acompañamiento brindado a las familias de dos jóvenes asesinados unos años atrás: Ramón Mauricio García Prieto y Manuel Adriano Vilanova. Según el funcionario, se trataba de una “manipulación” nuestra orquestada para «favorecer a determinado partido político».
Chema –entonces rector de la UCA– reiteró el respaldo institucional a una labor extensa, amplia y muy necesaria de educación y formación en derechos humanos, incluyendo al personal policial. También destacó la defensa, el apoyo y la asesoría a personas que habían sufrido violaciones de dichos derechos. “En este terreno ‒afirmó– la labor del IDHUCA no se centra en la simple denuncia sino que trata fundamentalmente de conseguir, a través del acompañamiento de las víctimas, que las instituciones del país funcionen realmente”.
Más que el fruto de manipulaciones abiertas o vedadas, de intereses partidistas perversos u otras inconfesables intenciones, el desinteresado servicio que Chema entregó al país y a su gente más desprotegida tenía y tiene que ver con la bondad a la cual se refirió durante su último programa transmitido por la radio de la universidad que tanto quiso. “La bondad es necesaria en la política”, afirmó; estas constituyen “dos realidades que tienen que ir juntas”. Eso no ha ocurrido en este país tanto en la preguerra, la guerra y la posguerra. Y, para preocupación nuestra, ahora ese sueño se observa cada vez más lejano. Por eso, parafraseando a Rodolfo, dejemos que este nuestro gran Chema descanse en paz pero asumamos el desafío que nos deja: en El Salvador y el mundo, quienes lo seguimos no deberemos “descansar mientras la justicia y la paz no se abracen”.