En El Salvador estamos experimentando un fenómeno legislativo tan peculiar que merece, por lo menos, un documental en Netflix sobre análisis político con sabor a comedia negra. Y no es para menos. En los últimos meses, algunos diputados de la bancada oficialista han proclamado con la convicción de un galán de telenovela recitando poesía que “somos los diputados más transparentes en la historia del país”. La frase es tan fuerte, tan sonora y tan repetida que uno empieza a pensar que quizás no es un mensaje para la población, sino una afirmación terapéutica.
Como quien se mira al espejo todas las mañanas y se dice “yo puedo, yo soy capaz”, solo que en versión parlamentaria: “yo soy transparente, yo soy transparente, yo soy transparente”. Y claro, si lo repiten suficientes veces, tal vez logren convencerse… o al menos lograr que la frase se vuelva tendencia. Sin embargo —y aquí llega la parte verdaderamente chistosa— este entusiasmo por la transparencia selectiva parecería hacernos olvidar que los últimos 30 años tampoco fueron precisamente un paraíso nórdico de claridad institucional.
Durante los gobiernos de ARENA y del FMLN la transparencia funcionaba, más o menos, como un enchufe flojo: a veces hacía chispa, a veces no funcionaba, y otras veces daba toques. Hubo momentos en que brilló por su ausencia, momentos en que se extravió y momentos en que se escondió detrás de una cortina de discursos solemnes. De hecho, si comparamos la transparencia de entonces con la de ahora, podríamos llegar a la conclusión diplomática de que ni antes era tan transparente, ni ahora es tan luminosa; en algunos casos era igual, en otros similar… y en otros francamente peor.
Pero eso sí: todos la prometieron, pocos la practicaron, y casi nadie la documentó adecuadamente. La transparencia en El Salvador, vista históricamente, no es una línea recta; es más bien como un electrocardiograma político: sube, baja, se pierde, reaparece, y en ocasiones parece entrar en paro temporal. Volviendo al presente, la transparencia legislativa actual es un fenómeno especialísimo. No es transparente como el vidrio. No es transparente como el agua. Es una transparencia tan fina, tan etérea, tan mística, tan elevada… que parece diseñada para ser invisible.
Es una especie de transparencia premium (de lujo), accesible solo para quienes poseen la contraseña sagrada que, por cierto, no ha sido entregada al público en general. Mientras tanto, el resto de los mortales disfrutamos de una transparencia tipo eclipse: todo el mundo dice que ahí está, pero nadie sabe con exactitud hacia dónde mirar, en qué punto del cielo político aparece o a qué hora se supone que se manifiesta. Es, sin duda, la transparencia más escurridiza de toda la región. La Asamblea Legislativa continúa aprobando préstamos con la velocidad de quien está aprovechando un fast-forward (avance rápido) en la vida.
Los dictámenes entran, los dictámenes salen, los votos se levantan y los aplausos se escuchan, todo en una sincronización digna de ballet. Lo sorprendente no es la rapidez —que en sí misma es admirable— sino la capacidad de comunicar que todo es absolutamente transparente mientras la ciudadanía se queda viendo para todos lados sin encontrar ni un cuadro comparativo, ni un análisis financiero, ni un informe de ejecución. Lo único realmente visible es la velocidad con que se aprueban los paquetes financieros, porque esa sí, sin duda alguna, es transparente… pero de una forma casi deportiva.
Los diputados insisten en que todo está público, todo está explicado, todo está disponible, todo está clarísimo. Incluso aseguran que cualquiera que tenga dudas puede acceder a la información. El único detalle, insignificante para algunos, es que nadie sabe exactamente dónde está esa información. No aparece ni en los portales, ni en los dictámenes, ni en los resúmenes, ni en las conferencias, ni en las redes sociales. Es una transparencia estilo wifi aparece, desaparece, y cuando funciona, funciona a medias. Preguntar por los detalles de un préstamo es como llamar al servicio técnico: “sí, ya lo veremos”, “sí, ya está en proceso”, “sí, ya se explicó”, “sí, pronto estará disponible”.
Es una experiencia tan mágica que uno juraría que los informes viajan en hologram (holograma): existen teóricamente, pero al intentar tocarlos… se desvanecen. Aprovechando este clima de eficiencia galopante, los préstamos se aprueban con la alegría con que se lanzan ofertas de temporada durante el Black Friday: uno aquí, otro allá, este para desarrollo, aquel para infraestructura, este otro para fortalecer no sé qué área, y el siguiente para continuar fortaleciendo lo que ya se fortaleció. Todo es histórico, todo es monumental, todo es el más grande de la historia, todo es para el futuro, todo es para el beneficio del pueblo.
La dificultad aquí no es aprobar la deuda. El problema jamás ha sido levantar la mano o presionar un botón. El reto, diplomáticamente hablando, es explicar con claridad meridiana qué se hará con ese financiamiento, cómo se ejecutará, quién lo administrará, cuáles son los plazos, cuáles son los riesgos, cuáles son las auditorías, cuáles son las salvaguardas, y cómo se garantiza que no se pierda en el laberinto de la administración pública. La transparencia, en ese sentido, se parece más a un concepto filosófico que a una herramienta de gestión pública. Existe en teoría, pero no aparece en la práctica.
A pesar del humor involuntario que produce este escenario, la falta de transparencia no es un chiste. Aunque claro, el contexto hace que uno no sepa si llorar por el nivel de opacidad o reírse por el nivel de creatividad narrativa. Lo cierto es que El Salvador no necesita más discursos sobre transparencia, sino mecanismos reales y prácticos que permitan medirla, verificarla y comprobarla. Porque mientras la Asamblea continúa diciendo que todo es cristalino, el país entero sigue preguntándose: ¿dónde está el cristal? La solución no requiere magia, ni poesía, ni discursos motivacionales.
Requiere compromiso institucional. Un verdadero observatorio de deuda pública independiente, informes obligatorios, publicación en real-time (tiempo real), auditorías internacionales, reglas fiscales estrictas y un sistema de acceso público a cada préstamo desde su aprobación hasta su ejecución. Nada de documentos escondidos, ni informes resumidos, ni enlaces “en mantenimiento”. Si el dinero es del pueblo, entonces la transparencia también debe serlo. Durante más de tres décadas hemos visto gobiernos que la prometieron con fervor religioso, partidos que la juraron con solemnidad institucional y bancadas que la proclamaron con orgullo casi lírico.
La transparencia real no es cian, azul o roja; no pertenece a ARENA, al FMLN, ni a Nuevas Ideas. No es patrimonio de izquierdas ni de derechas. La transparencia es patrimonio del pueblo, y el pueblo la está pidiendo —ahora más que nunca— con un clamor silencioso pero implacable: “Muéstrenlo”. Porque mientras no se muestre, mientras no se publique, mientras no se audite, mientras no se permita verificar… seguiremos viviendo en el país donde la transparencia es tan brillante, tan luminosa, tan extraordinaria, pero invisible.
