El auge de la inteligencia artificial generativa nos plantea un reto importante. Hoy es posible fabricar imágenes, audios y videos falsos con tal realismo que resultan casi imposibles de distinguir de los auténticos. Los deepfakes y los textos creados por IA borran la línea entre lo real y lo fabricado. Ejemplos no faltan. En 2022 circuló un video donde el presidente de Ucrania, Volodímir Zelensky, pedía a sus tropas rendirse. Aunque se desmintió pronto, el daño ya estaba hecho. En mayo de 2025, millones se conmovieron con “Ernesto”, la historia de un carpintero de 54 años que parecía presentarse en un concurso televisivo. Con jueces, presentadores y público llorando, todo parecía auténtico. Luego se descubrió que había sido generado con inteligencia artificial y técnicas de deepfake por un canal llamado AGTverseai. En octubre del 2024, durante las elecciones en Pensilvania, un video manipulado mostraba supuesta destrucción de boletas de Trump. Fue compartido miles de veces antes de que las autoridades lo desmintieran.
Vivimos en una época sin precedentes: nunca hubo tanta información disponible y nunca fue tan difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Hoy no solo consumimos datos, noticias y contenidos, sino que estos son moldeados y multiplicados por algoritmos e inteligencias artificiales que parecen conocernos mejor que nosotros mismos. En este escenario, formar criterio no es un lujo intelectual, es una necesidad urgente.
Los motores de búsqueda, las redes sociales, los sistemas de recomendación y la inteligencia artificial no nos muestran información al azar. Nos enseñan lo que sus cálculos creen que queremos ver. Cada clic, cada “me gusta” y cada búsqueda deja un rastro digital que ayuda a construir un perfil detallado de lo que pensamos, sentimos y deseamos. El resultado tiene dos caras. Por un lado, disfrutamos de una experiencia personalizada: contenidos a nuestra medida, afinados con nuestros gustos. Pero, al mismo tiempo, esta burbuja digital limita nuestra capacidad de contrastar y nos encierra en versiones reducidas de la realidad. Si el algoritmo no solo refleja lo que somos, sino que también moldea lo que llegamos a ser, ¿hasta qué punto somos libres en lo que pensamos?
La historia reciente ofrece respuestas inquietantes. Campañas políticas, como el Brexit o las elecciones en Estados Unidos, usaron algoritmos para manipular emociones y percepciones mediante noticias segmentadas. En Myanmar, la ONU señaló en 2018 que Facebook contribuyó a la incitación al odio contra los rohinyás, con consecuencias trágicas.
Estos casos evidencian algo crucial: ya no basta con consumir información; debemos aprender a cuestionarla. Formar criterio significa desarrollar la capacidad de discernir, de no aceptar todo como cierto solo porque parece convincente o porque lo comparte alguien cercano. Implica detenerse a pensar quién creó ese contenido, con qué intención, si puede verificarse en fuentes confiables, si existen datos que lo respalden o por qué resulta tan fácil creerlo.
El criterio se construye, sobre todo, a partir de la lectura crítica y variada. Como dice un autor: “más libros, más libres”. Conviene volver al texto impreso, a los libros, a los medios de comunicación serios… Entre más fuentes consultemos, más difícil será caer en la trampa de lo viral, lo emotivo o lo manipulado.
El reto es enorme: vivimos en un ecosistema digital donde la rapidez y el impacto emocional pesan más que la verdad. La información falsa no necesita ser creída por todos, basta con que genere duda, división o confusión. Y allí radica su poder.
Por eso, el discernimiento se convierte en la herramienta ciudadana más poderosa. No todo lo que circula en internet es falso, pero tampoco todo es verdadero. En medio de esa ambigüedad, nuestro criterio es la brújula que nos permite orientarnos. Porque en la era de la desinformación, formar nuestro criterio es la forma más revolucionaria de ser libres y pensar en libertad nos permite ser auténticos revolucionarios.
*Fernando Armas Faris es sacerdote católico y Doctor en Filosofía