El informe sobre el futuro del empleo 2025 del Foro Económico Mundial parece lanzar un mensaje inquietante para quienes estudian y ejercen las ciencias sociales. Entre las veinte ocupaciones que registrarán las mayores tasas de crecimiento a nivel global entre 2025 y 2030 figuran especialistas en Big Data, ingenieros en FinTech, expertos en inteligencia artificial y aprendizaje automático, desarrolladores de software, especialistas en energías renovables, analistas de seguridad informática, ingenieros DevOps o diseñadores de experiencia de usuario. Se trata de perfiles fuertemente tecnológicos o vinculados a la transición energética. Ninguno de ellos proviene de los campos tradicionales de la sociología, la ciencia política, la antropología, la economía o la psicología. A primera vista, los datos parecen sugerir que la economía del futuro prescindirá de las ciencias sociales, relegándolas a un papel marginal. Sin embargo, esta conclusión resulta precipitada y, sobre todo, engañosa.
El mundo en el que estas ocupaciones despuntan no es un escenario puramente técnico. Está atravesado por megatendencias que configuran un contexto de enorme complejidad. El cambio tecnológico reordena industrias, destruye empleos y crea nuevas formas de desigualdad. El aumento de las tensiones geopolíticas y el neoproteccionismo remodelan las cadenas de valor, erosionan el multilateralismo y alimentan conflictos regionales. La transición verde, aunque imprescindible para contener el calentamiento global, redistribuye costos y beneficios, y puede dejar atrás a territorios y grupos sociales enteros si no se gestiona con criterios de justicia. Los cambios demográficos —envejecimiento en unos países, explosión juvenil en otros, y migraciones masivas en muchas regiones— alteran las estructuras familiares, los sistemas de protección social y las identidades culturales. A esto se suma una incertidumbre económica persistente, con ciclos financieros cada vez más cortos y choques recurrentes de precios de alimentos y energía. Ninguna de estas transformaciones puede ser comprendida ni gobernada solo con algoritmos. Cada una afecta relaciones de poder, formas de convivencia, instituciones políticas y modos de vida. Y precisamente ahí es donde las ciencias sociales resultan insustituibles.
El mismo informe que pronostica la expansión de ocupaciones tecnológicas ofrece, paradójicamente, una clave que relativiza la supuesta irrelevancia de las ciencias sociales. Cuando identifica las diez competencias más demandadas por las empresas, la mayoría de ellas remite directamente a capacidades cultivadas en esos campos. El pensamiento analítico encabeza la lista, seguido de la resiliencia, la flexibilidad y la agilidad para adaptarse a cambios rápidos. El liderazgo y la influencia social se suman a un conjunto que incluye pensamiento creativo, motivación y autoconciencia, empatía y escucha activa, curiosidad y aprendizaje permanente, gestión del talento y orientación al servicio. Solo la alfabetización tecnológica responde estrictamente a un dominio técnico. En otras palabras, los empleos del futuro se sostendrán sobre una base de habilidades profundamente humanas: interpretar contextos, persuadir, negociar, cooperar, imaginar escenarios y aprender a lo largo de la vida. Todas ellas son fortalezas que las ciencias sociales y las humanidades han cultivado históricamente.
Lejos de significar que estas disciplinas deban competir por el mismo tipo de empleo que los ingenieros o los desarrolladores de software, el hallazgo revela su papel central en la arquitectura del futuro. La tecnología puede automatizar procesos, pero no puede diseñar instituciones incluyentes, ni negociar acuerdos de paz, ni garantizar que la transición verde sea equitativa, ni recomponer la confianza en democracias polarizadas. Tampoco puede resolver, por sí sola, los dilemas éticos de la inteligencia artificial, las disputas en torno a la privacidad de los datos o los conflictos por recursos en un planeta cada vez más presionado. La contribución de las ciencias sociales es precisamente ofrecer marcos de interpretación, herramientas de mediación, criterios normativos y estrategias de cohesión que permitan a las sociedades gobernar esos cambios en lugar de ser arrastradas por ellos.
Por supuesto, este papel no exime a las ciencias sociales de transformarse. Requieren actualizar sus métodos, incorporar análisis de grandes datos, inteligencia artificial y economía digital, y dialogar con las ciencias naturales y la ingeniería. Deben reforzar su capacidad de lectura crítica y deliberación ética, pero también su familiaridad con entornos digitales y su disposición a la colaboración interdisciplinaria. Su valor no radica en replicar perfiles tecnológicos, sino en orientar y humanizar su despliegue. En este sentido, la verdadera disyuntiva no es entre crisis y vigencia, sino entre repliegue y renovación.
Mirado desde esta perspectiva, la aparente ausencia de las ciencias sociales en la lista de los empleos de más rápido crecimiento no es el anuncio de su desaparición, sino la señal de que su aporte es más necesario que nunca. Sin ellas, la transición ecológica carecería de justicia distributiva; la inteligencia artificial avanzaría sin salvaguardas éticas; las tensiones geopolíticas se agudizarían sin la mediación de la diplomacia y el conocimiento histórico; y las sociedades que envejecen o se transforman por la migración quedarían sin políticas capaces de integrar a sus nuevas poblaciones. El siglo XXI será, sin duda, un siglo de avances tecnológicos, pero también será un siglo de conflictos por el sentido, la equidad y la convivencia. Y en esa arena las ciencias sociales no son un lujo académico, sino una infraestructura intelectual y moral indispensable.
La pregunta de fondo, entonces, no es si las ciencias sociales están en crisis o si son más necesarias, sino si estaremos a la altura de renovarlas para que continúen cumpliendo su misión histórica: dar sentido humano al progreso y convertir la disrupción en oportunidad para todos.
*William Pleites es director de FLACSO El Salvador