En las avenidas y callejones de alguna parte de El Salvador, entre los vendedores ambulantes, los mendigos en las esquinas y las madres que cargan a sus hijos bajo el sol, caminan una verdad que duele: somos un país que ha aprendido a admirar el éxito, pero ha olvidado cómo servir. Las vitrinas se llenan de modernidad, los anuncios celebran nuevas construcciones, los discursos hablan de crecimiento económico, pero bajo el ruido de la ciudad hay un murmullo que el progreso no ha podido silenciar: el del hambre. Hay salvadoreños que no piensan en mañana porque no saben si comerán hoy.
Y lo más trágico no es que existan, sino que nos hayamos acostumbrado a verlos sin sentir. El problema no es únicamente del Estado, ni de los gobiernos que van y vienen con promesas que se desvanecen en el aire. Es más profundo. Es un reflejo de lo que hemos permitido que ocurra en el alma de nuestra nación. La indiferencia se ha vuelto cultura. Hemos normalizado la miseria, hemos espiritualizado el egoísmo, hemos delegado el deber de servir a otros, como si la compasión necesitara permisos o presupuestos. El Salvador no solo ha olvidado servir desde las instituciones; ha olvidado servir desde el corazón.
El Señor Jesucristo pronunció palabras que no envejecen: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis” (Mateo 25:35). No habló a ministerios ni a estructuras, sino a personas. Servir no es una obligación estatal, es una responsabilidad espiritual. No se trata de partidos ni de ideologías, sino de humanidad. Si cada salvadoreño de buen corazón asumiera esa misión, aunque fuera con un plato de comida a la semana, el país cambiaría más que con cualquier plan de desarrollo. No se necesita riqueza para alimentar a otro; solo disposición y amor.
El Salvador es tierra noble, con un pueblo trabajador, cristiano y solidario. Lo hemos demostrado en los momentos más duros: cuando los terremotos derribaron casas, pero no la esperanza; cuando los huracanes nos azotaron, pero la gente salió a compartir pan y café con los que nada tenían. En esos días de oscuridad, el alma salvadoreña brilló más que cualquier gobierno. Porque en lo profundo de nuestro ser, todavía sabemos servir. Lo que necesitamos no es dinero, sino volver a recordar quiénes somos: un pueblo que se levanta cuando ayuda, que se multiplica cuando comparte, que se bendice cuando da.
Pero con el paso del tiempo, esa compasión espontánea ha ido siendo reemplazada por la comodidad. Las redes sociales nos permiten ver el dolor desde la distancia, comentar con frases de apoyo y pasar de largo. Nos hemos vuelto observadores de la necesidad, pero no participantes de la solución. La modernidad nos ha enseñado a mirar hacia las pantallas, pero no hacia los ojos del necesitado. Y una nación que deja de mirar al otro, pierde su rostro. El servicio no es un privilegio de los santos, es el llamado de los vivos. No se ejerce desde el poder, sino desde el amor y la compasión hacia las mas vulnerables.
No depende de cuánto tenemos, sino de cuánto nos atrevemos a compartir. El servicio es un acto profundamente humano que nos iguala, porque en él desaparecen las jerarquías y solo queda la fraternidad. El que sirve entiende que la vida se mide no por los títulos acumulados, sino por las vidas tocadas. Servir es la forma más alta del amor, porque exige entregar algo de uno mismo. Es dar tiempo cuando el tiempo escasea, pan cuando el pan falta, consuelo cuando el alma ajena tiembla. El apóstol Pablo escribió: “No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Filipenses 2:4).
Ese es el antídoto contra el veneno del egoísmo que nos está consumiendo como sociedad. No hace falta que el Estado sea perfecto si el pueblo decide ser solidario. Si cada familia preparara una porción extra de comida una vez por semana, si cada iglesia abriera sus puertas no solo para predicar, sino para alimentar, si cada empresa entendiera que la prosperidad se multiplica cuando se comparte, El Salvador se transformaría sin esperar a nadie más. Porque servir no empobrece, ennoblece. No resta, multiplica. No agota, renueva. No se trata de caridad, sino de justicia. No es lástima, es amor en acción.
Servir es entender que el otro también es uno, que la vida del prójimo tiene el mismo valor que la nuestra, y que el pan compartido sabe mejor que el pan guardado. El día que cada salvadoreño asuma esa verdad, ese día el hambre comenzará a retroceder, no por milagro económico, sino por milagro moral. Imaginemos por un instante un El Salvador donde cada domingo, cada barrio, cada colonia, cada comunidad decide preparar una comida para los que nada tienen. Donde los templos sirven tanto como oran. Donde los niños aprenden desde casa que compartir no es perder, sino sembrar.
Esa sería la revolución más poderosa: la revolución del servicio. Una revolución que no divide, que no destruye, sino que dignifica. Servir es el acto más revolucionario en una cultura del ego. El poder político puede construir carreteras, pero solo el amor puede abrir caminos en el corazón. Los gobiernos pasan, los sistemas cambian, pero el servicio permanece. El Salvador no se levantará únicamente con progreso material, sino con compasión restaurada. Porque una nación que sirve a sus pobres, honra a su Dios. Morir con éxito y sin propósito es la tragedia de nuestro tiempo.
Acumular bienes y negar pan al hambriento es un fracaso espiritual. Porque la riqueza sin compasión es solo brillo sobre polvo. El que vive solo para sí mismo muere dos veces: cuando su cuerpo se apaga y cuando su nombre se borra del corazón de los demás. Pero aquel que sirve, aunque tenga poco, es rico en eternidad. Sus manos pueden estar vacías de oro, pero llenas de obras que el tiempo no destruye. No deja monumentos, deja almas tocadas. No busca gloria, siembra esperanza. Cuando el polvo cubra nuestros nombres, no quedarán títulos ni cuentas, solo el bien que hicimos.
En suma, el día en que cada salvadoreño entienda que servir es vivir, ese día esta tierra dejará de llorar. Porque un pueblo que aprende a compartir deja de ser pobre, y una nación que sirve, resucita.
*Jaime Ramírez Ortega es abogado
