Dos grutas han marcado un antes y un después en la historia de la humanidad: la caverna de Platón y la gruta de Belén. La primera, un mito narrado por un filósofo griego del siglo IV a. C.; la segunda, un acontecimiento histórico recogido por Lucas en su Evangelio.
En el mito platónico se narra la historia de unos prisioneros encadenados dentro de una cueva desde su nacimiento, donde solo ven sombras proyectadas en la pared y las confunden con la realidad. Uno es liberado, descubre primero el fuego y luego, al salir, el mundo verdadero y el sol, causa de todo lo visible. Al regresar para ayudar a los demás y liberarlos, es rechazado y ridiculizado. Esta alegoría describe el paso de la ignorancia al conocimiento y la misión del filósofo de guiar hacia la verdad, aun frente a la resistencia (República, VII, 514a–517a).
La escena de Belén es muy distinta: una noche silenciosa, una gruta humilde utilizada como refugio para animales, oscura y sin ornamentos. Allí, María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada (Lucas 2, 6-7).
Con cuatrocientos años de distancia ambas historias nacen en una cueva: entrada estrecha, interior más amplio, penumbra que pronto se convierte en oscuridad; frío, ambiente húmedo y aire denso. El suelo, irregular y resbaladizo por las filtraciones, se acompaña de ecos que amplifican cualquier sonido, en un silencio que invita al recogimiento, creando una atmósfera de misterio y sacralidad.
En ambos relatos, la oscuridad es el punto de partida, pero ambos terminan en la luz: en Platón, una luz exterior que revela la verdad; en Belén, una luz interior que nace de Dios hecho hombre. Para Platón, el hombre debe salir para encontrarse con la realidad; en el cristianismo, es necesario entrar para encontrarse con Aquel que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). La caverna platónica exige esfuerzo humano y educación filosófica para llegar al bien; la cueva de Belén muestra a un Dios que se ofrece gratuitamente como nuestro único Bien.
En Platón, el hombre emerge de la oscuridad hacia la luz para desplegar su facultad más divina: la inteligencia; en Jesús, en cambio, la Luz desciende a la oscuridad para manifestar la dimensión más humana de Dios: un bebé recién nacido.
En el Evangelio, los pastores dormían al raso cuando “el ángel del Señor se les apareció, y la gloria del Señor los envolvió con su luz” (Lc 2, 8-9); en Platón, los prisioneros deben ser despertados por quien consideran un loco. El paso del sueño a la vigilia, de las cadenas a la libertad, de la ignorancia al conocimiento, la gracia de la conversión… supone siempre un despertar a la realidad.
La gruta de Belén, lugar de sombras, se llenó de una luz que no provenía del fuego ni del sol, sino de la Eternidad hecha carne. Era como si el sol de la Verdad, del que hablaron los filósofos, hubiese entrado en la caverna de los hombres no para llamarlos desde fuera, sino para iluminarlos desde dentro.
Ambos relatos coinciden en que la luz transforma radicalmente la visión de la realidad, pero difieren en el origen y en el modo de alcanzarla: en Platón, es fruto de la ascensión del hombre; en el cristianismo, es del descenso de Dios en la Encarnación. Para Platón, es el encuentro con la realidad; para Dios, es el encuentro con el hombre. Como dejó escrito san Agustín en las Confesiones (X, 27): “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y tú estabas dentro de mí, y yo fuera… Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo”.
La Navidad nos recuerda que la Encarnación del Hijo de Dios realiza la síntesis más alta que la mente humana, por sí sola, jamás habría imaginado: la verdad no es solo un tema de erudición, sino, en Jesucristo, es sobre todo un tema de Adoración. El Logos eterno requiere estudio, pero un estudio que se ha de realizar de rodillas.
*Fernando Armas Faris, Sacerdote y Doctor en Filosofía
