No es un “modelo”: es un caso excepcional y con costos democráticos

En los últimos años, el término “modelo Bukele” ha sido repetido en reuniones, seminarios y pronunciamientos oficiales de El Salvador como si fuera el paradigma a imitar de la política de seguridad, gobernanza e incluso desarrollo en América Latina. Funcionarios del Gobierno, como el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro, han viajado al exterior para mostrar la estrategia institucional del presidente Nayib Bukele como “referente” regional; paralelamente, la vicepresidencia ha llegado a hablar de una “democracia compleja del siglo XXI” para justificar el diseño institucional que acompaña al proyecto. Pero presentar este caso como un “modelo exportable” es metodológicamente arriesgado y políticamente engañoso. A mi juicio, hay tres razones de peso para rechazar que lo que sucede en El Salvador sea un “modelo” universalizable: la imposibilidad de reproducción en otros contextos institucionales; los costos democráticos de fondo; y el avance evidente hacia la captura institucional y la autocracia.

1) Imposibilidad de reproducción: por qué las recetas no viajan bien

Para hablar de “modelo” se entiende que hay algún mecanismo sistemático que puede replicarse en diferentes escenarios, como si fuese un “manual” de política pública que puede ponerse en marcha en otro país con resultados similares. Sin embargo, la teoría reciente de las ciencias sociales —particularmente los estudios de policy transfer y de path dependence— advierte que tales suposiciones son muy frágiles.

El concepto de policy transfer define la adopción total o parcial de una política de un contexto de gobierno a otro, basada en el conocimiento de la experiencia externa, y distingue procesos de difusión, emulación, aprendizaje cognitivo o coerción. Minkman (2018) advierte que “previously made policy decisions create path dependency”, es decir, que las decisiones previas condicionan el éxito de la transferencia. Por su parte, la literatura sobre path dependence afirma que las decisiones pasadas, los marcos institucionales existentes y los incentivos acumulados generan rigidez institucional: una vez que un país avanza por un determinado camino, revertirlo o adaptarlo cuesta mucho.

En el caso de El Salvador, el aparato de control —la “mano dura” contra las pandillas, el estado de excepción prolongado, la militarización de la seguridad pública— se asienta sobre una coyuntura territorial, institucional e histórica muy particular: un país con altísima violencia criminal estructural, un Ejecutivo con popularidad extraordinaria, una Asamblea dominada por el oficialismo y un sistema judicial subordinado. Estas condiciones son atípicas incluso en la región. Por tanto, lo que existe no es un modelo, sino un caso singular, difícilmente exportable sin importar también sus costos normativos y democráticos.

2) Los costos democráticos: Estado de excepción permanecido y rediseño constitucional

Desde marzo de 2022, El Salvador está bajo un régimen de excepción que ha sido prorrogado decenas de veces: a octubre de 2025, la Asamblea aprobó la 43.ª prórroga del mismo. Esto convierte lo que en principio fue una medida extraordinaria en un nuevo estado ordinario de la gobernanza. Este proceso erosiona el debido proceso, las garantías judiciales y las libertades básicas.

En paralelo, se ha producido una reingeniería constitucional e institucional que afecta el corazón del sistema democrático. El 1 de mayo de 2021, la nueva Asamblea destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al Fiscal General, una decisión criticada por la Oficina del Alto Comisionado de la ONU. En 2025 se aprobaron reformas que habilitan la reelección indefinida del presidente y la extensión de los mandatos. Todo esto se justifica en nombre de la “estabilidad”, pero en la práctica implica un cambio estructural en los límites entre poderes.

Organizaciones como Freedom House catalogan hoy a El Salvador como “parcialmente libre” y documentan una concentración del poder en el Ejecutivo. Presentar entonces esta experiencia como modelo sin advertir que se basa en la restricción de libertades y la subordinación institucional es, cuando menos, engañoso.

3) Captura institucional y autocratización: lo que muestran los datos comparados

El instituto V‑Dem Institute, en su Informe “25 Years of Autocratization – Democracy Trumped?” (2025), clasifica a El Salvador como una autocracia electoral. Según este informe, el índice de democracia liberal del país ha disminuido drásticamente, con retrocesos en independencia judicial, libertades civiles y control del Ejecutivo.

La captura institucional —el dominio del aparato estatal por el poder ejecutivo y su partido— ha alcanzado niveles que desactivan el sistema de pesos y contrapesos. El poder legislativo está alineado con el ejecutivo, la Sala de lo Constitucional fue reemplazada, y los organismos de control actúan bajo subordinación. Esto confirma un proceso de autocratización que desmiente cualquier pretensión de que el caso salvadoreño sea replicable como modelo exitoso.

Presentar esta experiencia como “modelo” ignora que la eficiencia lograda en materia de seguridad se sostiene sobre el debilitamiento de las instituciones democráticas. Quien intente reproducirlo deberá aceptar también la erosión de libertades y contrapesos, lo cual no puede considerarse una exportación deseable de política pública.

Es más honesto hablar de “caso salvadoreño” que de “modelo”

Los modelos presuponen replicabilidad y generalización; las excepciones, en cambio, son únicas e irrepetibles. El Salvador no ofrece un modelo universal, sino un caso excepcional con condiciones irrepetibles y costos institucionales evidentes. Reconocer los logros en materia de seguridad no puede hacerse sin contabilizar los costos en materia de derechos humanos, institucionalidad y Estado de derecho. Exportar la “mano dura” no es construir democracia. Un verdadero modelo regional debería basarse en instituciones fuertes, fiscales independientes, jueces imparciales y gobiernos responsables ante la ciudadanía.