Sin echar mano de una definición sesuda o rebuscada pero haciendo uso del sentido común, considero que al hablar de independencia podría definirse esta como la condición del ser humano en la cual –individual o colectivamente– se toman con libertad determinadas decisiones; es decir, sin injerencias externas directas o indirectas. Para ello se debe considerar qué hacer y cómo hacerlo, teniendo presente con claridad el para qué.
Desde la perspectiva de los pueblos, las respuestas a estas interrogantes deberían ser establecidas colocando en un primerísimo plano el bien común. Este, desde la óptica ellacuriana, “es de hecho un ideal”; pero, además, “es una necesidad para que pueda darse un comportamiento realmente humano”. Claros de esa estrecha e indisoluble vinculación señalada por este mártir jesuita, debe destacarse que para lograr concretar la mentada independencia es necesario tener en cuenta la vigencia real de sustanciales categorías como la ya mencionada libertad junto a la autonomía, la soberanía y la autodeterminación.
Partiendo de lo anterior, preguntémonos si nuestro pequeño país –a lo largo de su historia– ha sido y es realmente independiente. Para eso debemos sacudir un poco la cuchara, el plato y el bocado que nos han forzado a tragar, comenzando por lo ocurrido durante el famoso 15 de septiembre de 1821. No nos metamos a escarbar en lo que a lo largo del tiempo han dado en llamar a conveniencia el “primer grito de independencia” lanzado, según cuenta la leyenda, el 5 de noviembre de 1811. Básicamente, este debe asumirse como el intento inicial de los criollos que ‒desde la provincia de San Salvador‒ no veían la hora de sacudirse el yugo español para encaramarle el suyo al pueblo. Pero, ojo, se debe tener presente para entender el evento que tuvo lugar una década después.
En el primer artículo del acta acordada hace 204 años y firmada dentro del Palacio Nacional chapín, se lee textualmente lo siguiente: “Que siendo la Independencia del Gobierno Español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el señor Jefe Político, la mande publicar para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. ¿Cómo les quedó el ojo? ¡Cuidadito se le adelantaba la chusma a la criollada y le comía el mandado! Quienes se consideraban los que debían mantener sojuzgada a la primera, no lo permitieron desde entonces y hasta estos días.
Así las cosas, tras ese acontecimiento “celebrado” formalmente por tantas generaciones a lo largo de más de dos siglos sin ser realmente comprendido a cabalidad, no podemos asegurar hoy que hayamos habitado en una patria real. Debemos tener claro que ‒parafraseando al padre Óscar Romero mucho antes de que fuera arzobispo, mártir y santo‒ hemos poblado una en la que sus gobernantes le han “servido”, sí, pero “no para mejorarla sino para enriquecerse”; una patria en donde “las riquezas” han sido siempre “pésimamente distribuidas”, generando “una brutal desigualdad social” que “hace sentirse arrimados y extraños a la inmensa mayoría de los nacidos en su propio suelo”.
Nos han forzado, entonces, a sobrevivir en una patria abstracta. ¿Cuál es esta al día de hoy? La publicitada desde arriba con luces veleidosas y engañosas para cegar al visitante y ocultar la miseria de nuestra gente; aquella en la que unas turbas violentas recientemente reinaban en las páginas rojas nacionales y hoy ‒al atravesar tantito nuestras fronteras‒ hacen de las suyas en otras tierras; la poblada por una fanaticada que seguirá llorando, borracha, al escuchar el himno nacional en cualquier evento futbolero adonde su “selecta” pierda con todo éxito, pese al “desinteresado” apoyo del “bukelato”; esa en la que, superada por mucho la muerte intencional violenta quién sabe hasta cuándo, se quiere engañar a su gente para hacer que crea ingenuamente que el lindero de la muerte lenta ‒producto de la desigualdad y la carencia‒ también será franqueada por el “nuevo modelo”.
Pero, ¿quiénes sufren realmente en nuestra patria exacta? Pues aquellas mayorías populares cuyos lamentos llegaron, llegan y seguirán llegado “tumultuosos hasta el cielo” sin ser escuchados mientras sus estructuras injustas no cambien; las cientos de miles de personas que reclaman justicia por sus víctimas y las que buscan a sus familiares que desaparecieron en medio de la violencia de antes, durante y después de la guerra; las que en el “paraíso bukeleano” perdieron su trabajo y no encuentran cómo subsistir… Es esa la patria exacta salvadoreña; la que por mucho que hoy cacareen le ha pertenecido y le sigue perteneciendo, como dijo el cantor, a “los dioses del poder y del dinero” tanto nativos como foráneos.