En El Salvador estamos viviendo tiempos tan peculiares que, si no fuera por la seriedad del asunto, uno pensaría que la realidad nacional fue escrita por un guionista que mezcla drama, comedia y advertencia moral en un solo episodio. La seguridad ha mejorado, sí, pero también vivimos días en los que la prudencia dejó de ser una virtud opcional para convertirse en un sistema de seguridad personal. Hoy más que nunca conviene caminar suave, pensar antes de hablar y recordar que una respuesta impulsiva puede convertirse en un boleto directo a un conflicto legal.
Porque seamos sinceros: hay personas tranquilas… y luego están los otros. Los héroes improvisados de la calle. Los gladiadores del tráfico. Los comentaristas jurídicos espontáneos que se creen expertos en leyes por haber visto un video de treinta segundos en redes sociales. Y estos personajes abundan. Son los que creen que cualquier desacuerdo es un debate nacional, los que inflan el pecho como si la arrogancia fuera un músculo, y los que imaginan que levantar la voz automáticamente les concede la razón. Ese eterno problema del orgullo humano que, por cierto, nunca ha ganado un juicio, pero sí ha ganado muchos problemas.
La arrogancia, además, es peligrosa porque convence al individuo de que es infalible. Le susurra al ciudadano: “Puedes decir lo que quieras, amenazar a quien quieras, grabar a quien quieras, porque tú sabes tus derechos”. Pero la realidad es que la ignorancia jurídica combinada con el orgullo es una receta infalible para el desastre. Esa mezcla convierte a una persona común en una fábrica de conflictos legales ambulantes. Es como caminar con una antorcha dentro de una tienda de fuegos artificiales: tarde o temprano algo va a explotar. Y claro, en esta época moderna el orgullo encontró su nuevo juguete: el teléfono celular.
No falta quien, en vez de respirar profundo y evitar un conflicto, decide sacar el dispositivo como si fuera una espada y comienza a grabar todo lo que se mueve. Pero grabar a una persona sin su consentimiento no es un acto heroico ni una muestra de “ciudadanía responsable”. Según el artículo 26 de la Ley Especial Contra Delitos Informáticos y Conexos, es un delito de verdad, con sanciones reales, aunque algunos sigan creyendo que “si uno está en la calle, todo se puede grabar”. No, no se puede. Y sí, hay que repetirlo, porque la soberbia suele ser sorda.
En este escenario aparece uno de los personajes más fascinantes de nuestra fauna social: el opinador autodidacta en leyes. Ese ciudadano que jamás ha leído un código, pero opina sobre derecho con la firmeza de un magistrado de la Sala de lo Constitucional. Pretende corregir al abogado como si este fuera un estudiante que repite clases. Es exactamente como cuando un chamán discute con un médico sobre un dolor de estómago. El médico pide exámenes, calcula riesgos, receta tratamientos; el chamán, convencidísimo, recomienda pasar un huevo y una rama para expulsar la mala energía.
Ambos creen tener razón, pero solo uno tiene ciencia, estudio y respaldo profesional. Lo mismo ocurre cuando ciertos expertos de redes sociales “explican” por qué supuestamente sí se puede grabar sin permiso, por qué insultar no es delito, o por qué amenazar “solo de palabra” no tendrá consecuencias. Hablan con tanta seguridad que uno sospecha que su valentía proviene más del orgullo que del conocimiento. La arrogancia, sin duda, encuentra su escenario preferido en las calles. En el tráfico, donde el calor, el estrés y la impaciencia se mezclan sin misericordia.
Es ahí donde aparecen los personajes que confunden tono elevado con autoridad moral. El conductor que baja la ventana para “enseñar respeto”. El peatón que se siente juez del orden vial. La persona que cree que alzar la voz la convierte en dueña de la verdad. Pero cuando de pronto esa actitud arrogante cruza la línea hacia insultos, amenazas o grabaciones ilegales, el asunto deja de ser comedia urbana y se convierte en materia penal. Después vienen las frases clásicas: “Fue un momento de enojo”, “No pensé que era delito”, “Solo quería que me respetaran”.
Sí, pero un instante basta para que la libertad quede comprometida. Y aquí es donde entra el aporte poderoso: la verdadera fortaleza no está en la voz que grita, sino en el corazón que domina su propio impulso. En estos tiempos turbulentos la persona fuerte no es la que impone miedo, sino la que evita el conflicto. No es la que responde con orgullo, sino la que actúa con inteligencia emocional. La soberbia hace ruido, pero la prudencia salva vidas. La arrogancia levanta muros, pero la humildad abre puertas. Y cuando la sociedad entera se encuentra en un proceso de reacomodo y disciplina, cada acto responsable se convierte en una contribución a la paz nacional.
Necesitamos más ciudadanos que respiren antes de reaccionar, que midan consecuencias antes de actuar, que prefieran escuchar antes que discutir. El país no necesita más héroes callejeros: necesita gente inteligente. No necesita más opinadores sin fundamento: necesita personas que entiendan que la libertad es el tesoro más fácil de perder por una tontería. Y perderla por orgullo es una tragedia innecesaria. La humildad no es debilidad; es madurez. La prudencia no es cobardía; es sabiduría. Son virtudes que mantienen a las personas lejos de las audiencias judiciales, lejos de los problemas y, sobre todo, cerca de su familia.
Porque mientras las cárceles están llenas de historias que comenzaron con un arrebato de orgullo, los hogares están llenos de familias que siguen unidas gracias a alguien que supo cuándo callar, cuándo ceder y cuándo retirarse a tiempo. Así que recuerde esta verdad que hoy es más urgente que nunca: la libertad se cuida como se cuida la respiración. No la arriesgue por ganar una discusión, por demostrar prepotencia, por grabar y publicar sin permiso o por querer parecer más fuerte de lo que realmente es. En nuestra realidad actual, la persona sabia es la que no entra a conflictos que no necesita.
También es importante aclarar que la grabación solo es válida y legítima cuando se hace por razones de seguridad personal, es decir, cuando la persona necesita documentar un hecho para presentarlo exclusivamente ante la Policía o en un tribunal de justicia. En ese contexto, la ley lo permite porque se trata de proteger un derecho o demostrar una situación real. Pero esa grabación jamás debe ser publicada en redes sociales, porque ahí la intención cambia por completo: ya no es seguridad, sino exposición pública.
Y cuando se expone la imagen de alguien sin su consentimiento, no solo se violenta su dignidad, sino que además se activa responsabilidad penal. En otras palabras: grabar para defenderse está permitido; publicar para avergonzar, exhibir o “hacer viral” es meterse en un problema legal del que después nadie quiere responsabilizarse. En conclusión, grabe solo para protegerse, nunca para exhibir. Una grabación usada correctamente puede ser una defensa; una grabación publicada sin permiso puede ser un delito. La diferencia entre prudencia y problema está en un solo clic.
