El silencio para quienes han sido privados arbitrariamente de su libertad constituye una de las tragedias más profundas de nuestra sociedad contemporánea. No se trata solo del mutismo forzado por los barrotes de una celda, sino del grito ahogado de las familias que esperan, impotentes, respuestas que nunca llegan. En El Salvador, la captura de personas sin pruebas suficientes, sin garantías procesales y sin un debido proceso, ha erosionado no solo el Estado de Derecho, sino también la dignidad humana más elemental.
En el núcleo familiar es donde más se siente el golpe de la arbitrariedad. La madre que cada noche mira el retrato de su hijo y pregunta a Dios por qué el destino le ha sido tan cruel; los hijos que crecen con la ausencia inexplicable de un padre que fue arrancado de sus brazos; las parejas que enfrentan el desgarro de una vida compartida que se interrumpe de manera abrupta. Esta disolución del tejido familiar no es un efecto colateral: es la consecuencia directa de un sistema que privilegia la estadística de detenciones por encima del respeto a la justicia.
El dolor de las familias no es solo emocional, también es jurídico. Cuando la defensa no puede acceder a brindar una legitima defensa, cuando los jueces se pliegan a criterios no jurídicos, cuando el principio de presunción de inocencia se desvanece ante la retórica de la sospecha, la impotencia se instala como una losa. El derecho a una defensa efectiva se convierte en un simulacro, un formalismo vacío que no logra resistir el peso de un aparato estatal que confunde la severidad con la justicia y la represión con el orden. Los abusos de las autoridades no se manifiestan únicamente en la captura arbitraria.
Se revelan en la falta de transparencia en las audiencias, en el ocultamiento de pruebas que podrían favorecer al detenido, en el uso excesivo de la fuerza y en la prolongación injustificada de los plazos de detención. Esta práctica, en nombre de la seguridad, reproduce un sistema donde el ciudadano es visto no como sujeto de derechos, sino como objeto de control. Desde la perspectiva jurídica, estos actos socavan la esencia del constitucionalismo moderno. Una Constitución no se honra en el papel, sino en su aplicación efectiva.
Y cuando se priva a una persona de su libertad sin fundamentos claros, se viola no solo el artículo que consagra la libertad personal, sino también el principio superior de la dignidad humana. El derecho no puede ser un arma de intimidación al servicio del poder; debe ser un escudo que proteja incluso a quienes son señalados por las mayorías. La dimensión teológica de este drama añade un matiz de mayor profundidad. La Escritura exhorta a no olvidar a los presos, a identificarse con su sufrimiento como si nosotros mismos estuviéramos encarcelados.
El Señor Jesucristo experimentó la injusticia de un proceso viciado, cargó sobre sí acusaciones falsas y soportó la humillación de ser condenado sin culpa. Esa experiencia divina se refleja hoy en los miles de inocentes que enfrentan la cárcel sin haber tenido siquiera la oportunidad de ser escuchados. Es aquí donde resuena con fuerza la exhortación del apóstol Pablo: “Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo” (Hebreos 13:3).
Este pasaje no es una simple recomendación es un llamado a la empatía activa, a la solidaridad que se transforma en acción y en denuncia frente a la injusticia. Ante esta realidad, la sociedad no puede callar. Callar es ser cómplice. Callar es permitir que la arbitrariedad se normalice, que la injusticia se convierta en rutina y que el dolor de las familias se pierda en la indiferencia. Levantar la voz no significa debilitar al Gobierno Central ni favorecer a los pandilleros, significa recordar que la justicia sin piedad es tiranía, y que la seguridad sin derechos es solo una máscara de opresión.
La verdadera fortaleza de un país no se mide por la cantidad de reos que encierra, sino por la calidad de justicia que imparte. Un Estado que encarcela a inocentes destruye su propio futuro, porque cada familia desintegrada, cada hijo huérfano de padre injustamente detenido, cada madre que llora en silencio, son heridas abiertas en el cuerpo social que tarde o temprano reclamarán cicatrización. El Salvador necesita reencontrarse con los principios que dieron vida a su Constitución, necesita autoridades que comprendan que la represión indiscriminada siembra resentimiento.
Y que la justicia, aunque lenta, debe ser imparcial y transparente. La dignidad humana no admite excepciones. El dolor de los inocentes no puede ser silenciado. Es deber de los jueces, de los fiscales, de los abogados y de toda la sociedad romper ese silencio y devolver la esperanza a quienes hoy sufren en las sombras de la injusticia.
* Jaime Ramírez Ortega es abogado